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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA
 

 

HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE ESPAÑA. ANALES DE LA GUERRA CIVIL: 1833 - 1886

 

LIBRO PRIMERO

LA COALICION TRIUNFANTE

 

I

La coalición que derribó a Espartero de la regencia triunfó por completo; pero desde entonces empezaron para ella las dificultades, y en breve los conflictos. Entre los mismos vencedores había un antagonismo mal disimulado, sólo contenido mientras hubo que pelear. La posición, pues, de los hombres elevados al poder sobre el pavés revolucionario, empezó a ser crítica y lastimosa: los que constituían el gobierno habían triunfado de sus propios amigos, de sus correligionarios, y para ello se asociaron a un enemigo común de todos, que, como había tenido grande parte en el triunfo, no podía menos de tenerla en el botín. Esto hacia aún más desesperada la situación de aquel gobierno, que empezaba a experimentar las consecuencias de sus errores.

A ser más justa la causa de la coalición, a representar un principio salvador, la marcha política habría sido más fácil; pero aquella revolución no llevaba encarnada otra idea que derribar al regente, y facilitar a oco la mayoría de la reina, poniéndose en contradicción con la misma idea combatida por la coalición antes.

No había en aquel gobierno ningún hombre capaz de impedir la preponderancia a que aspiraba el partido moderado; y si la mayor parte de sus individuos obraban con lealtad y trataban de salvar los principios progresistas del peligro que les amenazaba, no faltaba algún personaje, y no de los menos preponderantes, que por torpeza, sobrada condescendencia o mala intención, llevaba, al partido progresista al abismo, en el que al fin naufragó. Había honradez y grande probidad en aquel ministerio, pero careció de pericia y acierto, de esa resolución de que no deben carecer jamás los hombres públicos, y que en aquellas críticas circunstancias te­nían el deber de poner en práctica. El general Serrano tuvo fuerzas y elementos sobrados en el ejército para haber anulado al general Narváez, y éste no dejó de darle ocasiones en que pudiera haberlo hecho con sobrada razón. López pudo impedir que rodeasen a la reina (Isabel II) personas que necesariamente habían de ejercer una influencia perniciosa e ilegal. Desconocer esto, era más que candidez, y conociéndolo, como no podía menos, le faltó resolución y ese tacto político a pocos concedido.

 

II. ERRORES Y CONTRADICCIONES

El mismo 23 de Julio, que fue ocupado Madrid por las fuerzas coaligadas, se instaló el gobierno provisional, compuesto de los señores López, Frías, Serrano, Ayllon y Caballero; se dio a D. Juan Prim el gobierno de la plaza, y a Narváez la capitanía general, promoviéndole a teniente general. No se respetaron las bases de la capitulación, se disolvió la milicia nacional, se sustituyeron ilegalmente la Diputación y el Ayuntamiento, faltando, no sólo a la Constitución, sino a la verdad y al sentido común, y aquel gobierno que, protestando un idólatra culto al código fundamental, sentó las bases de la coalición y derribó al regente, barrenaba ese mismo código, hacia traición a sus antecedentes, conculcaba las leyes que aclamara, y lanzado en la resbaladiza pendiente de las ilegalidades, nada le contuvo.

Disolvió el Senado, fiel guardador de los principios progresistas y hasta de la honra nacional, haciendo frente a las poco meditadas palabras de Guizot, y tomando la iniciativa en la cuestión Salvandy, y como necesitaba vivir, hasta obligó al pago de las contribuciones no votadas por las Cortes, a pesar de que el regente, más escrupuloso, había dicho dos meses antes que nadie tenía obligación de pagarlas. Tales medidas se adoptaban invocando la Constitución que se infringía y el orden que se alteraba. Mucho debían sufrir indudablemente los progresistas que había en el gobierno al ponerse en tan palpable contradicción con los antedentes de toda su vida y con sus recientes palabras, pero más sufría el país; si bien éste no tenía que culpar más que a sí mismo, pues en la formación de las juntas dominó el elemento moderado, se apresuraron a dar las armas a jefes y generales cede aquel partido, y lo mismo los destinos públicos. Y los que alzaron pendones con el lema de Constitución de 1837, Isabel II y programa del ministerio López; los que hacían alarde de profesar los principios de libertad, recordaban sus sacrificios liberales, su sangre derramada en defensa de la Constitución, y protestaban y juraban de la lealtad de sus sentimientos, y de la pureza de sus intenciones: dueños de la fuerza que se les encomendó para defender aquellos principios, la emplearon para sobreponerse a todos. Eran lógicos, aunque no fueran consecuentes.

Ocasiones, sin embargo, tuvo el gobierno para sacar triunfantes los principios progresistas, y no las supo aprovechar, como sucedió con el nombramiento de Tutor de S. M. y A. que había ejercido D. Agustín Arguelles, y en cuanto establecióse en Madrid el gobierno que arrojó al regente, dimitió, diciendo a D. Joaquín María López en carta particular, que si no era pronto reemplazado abandonaría la tutela. Difícil era el reemplazo, pero indispensable aunque se infringiera la Constitución, y creyó el gobierno hallarle digno en D. Manuel Cortina, no podía ser más acertada la elección; pero resistióse cuando se le propuso, y hubo de esforzarse hasta la tenacidad para hacer que se pensara en otra persona. Eligióse al Duque de Bailén, que por su edad, categoría, conformidad con el pronunciamiento de Septiembre y estrechas relaciones con el Duque de la Victoria mientras estuvo en el poder, inspiraba completa confianza, aunque no tan ilimitada que dejara de prevenírsele no se hiciera en palacio nombramiento alguno sin la previa aprobación del gobierno. Así lo aceptó el Duque sin la menor repugnancia, y si bien debía bastar la palabra entre tan elevadas personas, pronto se vio que no fue suficiente, y que debió haberse consignado en la comunicación que se le dirigió, la restricción que se le imponía. Evitáronse así los nombramientos importantes que hizo, y alarmaron al ministerio.

Reconvenido el Duque severamente, manifestó no haber comprendido aquella condición, que en lo sucesivo cumpliría, debiéndose respetar lo hecho por estar interesado su honor en sostenerlo. No mostraba ser fuerte la resistencia del Duque; pensaron en sustituirle; no encontraron personas que aceptaran, y no pudiendo dejar sin Tutor las reales huérfanas, no insistieron mucho en su separación, que era lo que a su decoro correspondía, y respetaron al fin los nombramientos, limitándose a conferir la capitanía de alabarderos al Duque de Zaragoza, tenido por progresista; nombrar ayo a D. Salustiano de Olozaga, e intendente a D. Manuel Cantero, para neutralizar las influencias, que, consideradas fatales, no hubo valor para anular. Pretendiéronlo algunos ministros, pero no tenía el general Serrano el temor que ellos: se dejó llevar de su carácter, propenso siempre a la conciliación; confió en demasía, y aun le hicieron confiar los que le rodeaban, entre los que no había la mejor buena fe, y abundaban muchos en miras interesadas y ambiciosas. De aquí que, abusando de su generosidad, le asediaran los que con falsedad y perfidia alimentaban en él ilusiones que más de una vez sus compañeros, los señores Ayllón y Caballero, quisieron destruir.

Pero si en algún asunto determinado pretendía la mayoría del ministerio hacer alardes de necesaria resolución, en casi toda su marcha política creyeron vadear la situación contemporizando; y en verdad que al obrar así con el proceder que tuvo el Duque de Bailén, fue harto cándido. Y seguramente que las dimisiones de Arguelles, de la Condesa de Mina y de D. Martin de los Heros, que dejó también la intendencia de palacio y recuerdos de su administración que la eternizan y no ha tenido imitadores, tenía una importancia política, que si fue por algunos apreciada, no se tuvieron muy en cuenta sus fatales consecuencias, hasta que se vieron los resultados, cuando no había remedio.

 

III. SÍNTOMAS FUNESTOS

No podía ignorar el gobierno las opuestas tendencias que habían coadyuvado al pronunciamiento, y menos aun las que demostraban conseguido el triunfo, pidiendo las juntas de unas provincias que no se desvirtuara la misión política y conciliadora del ministerio para evitar la reacción, otras que se celebrara un concordato con el Papa para destruir «las heréticas preocupaciones del viejo liberalismo», y no faltaron tampoco pretensiones avanzadas hasta el republicanismo. Reflejábanse también en la prensa las contrarias opiniones de los coaligados; y considerando los absolutistas favorable a ellos la situación, abogaron por el restablecimiento de la Inquisición, llamándola ídolo del pueblo; calificaron robados los bienes nacionales que habían sido del clero, y tal desconcierto de ideas se introdujo, que El Eco del Comercio, autor y adalid de la coalición, no pudo menos de lamentarse del triste cuadro que presentaba la nación a resultas de los últimos acontecimientos. Sobrados motivos tenían los promovedores de aquella revolución, los que dudaron de la lealtad de Espartero, para estar arrepentidos. La situación era cada vez más crítica, el conflicto crecía y el gobierno se dirigió a la nación para explicar brevemente su origen revolucionario, su propósito de salvar la situación, las instituciones y el trono; de cumplir exactamente el programa del gabinete de 9 de Mayo, que no habría reacciones de ninguna especie, cumplirían la voluntad nacional, salvarían la Constitución y la reina, y procurarían que la España adquiriese nuevos títulos a la consideración de las naciones civilizadas.

Los hechos vinieron a demostrar que la Constitución no peligró con el gobierno del regente; ya veremos si sucedió lo mismo con el de la revolución que le derribó; ya veremos que los hombres que basaban su poder, no en el código fundamental, sino en el decreto de Junio de la Junta de Sabadel, bombardearon Barcelona por pedir el cumplimiento de aquel decreto. O hablaban por convencimiento y compadecemos su error, o impulsados por irresistibles influencias y condenamos su debilidad. De todas maneras, sus actos contradicen sus palabras, porque constantemente infringían la ley de que se llamaban salvadores; y los que proclamaban la inviolabilidad de la libertad de imprenta condoliéndose de que la hubiera conculcado el gobierno anterior, dejaban impune el atentado de militares que allanaban redacciones y destrozaban imprentas: se ordenaban destierros arbitrarios, se alentaba la indisciplina y se premiaba la rebelión, dando un grado a todos los que habían desertado de su bandera, y rebajando dos años de servicio a la tropa, vanagloriándose el gobierno de ser «esta recompensa la mayor de que había memoria en España y tal vez en Europa»

No todos pensaban, sin embargo, de la misma manera: no faltó un general que excediéndole en patriotismo, se opuso a que se concediera ni un ascenso. El general D. Manuel de la Concha, que después de haber organizado los cuerpos de Andalucía mezclando en ellos los jefes y oficiales que siguieron a Espartero con los pronunciados, marchó a Madrid, deseó oírle el gobierno, y demostróle el general la necesidad de que se desaprobaran las gracias de las juntas y que se le admitiera la renuncia del empleo de teniente general que le habia dado la junta de Sevilla, y se le devolvió. Pero el gobierno estaba imposibilitado de seguir tan conveniente consejo; había sancionado muchas promociones de las juntas, estaban interesados todos los militares pronunciados en que no se adoptara tan honrosa determinación, y tampoco admitieron la renuncia de Concha a pesar de sus instancias, manifestándole que, si no por el pronunciamiento, estaba justificado su ascenso por los servicios que prestó a la conclusión de la guerra civil.

Espartero, en 1840, declaró por toda recompensa que el ejército había cumplido con su deber: en 1843 se alentó la insubordinación con grados, y se premió con empleos. ¡Funesto precedente que ha tenido después terribles consecuencias! Hubo algunos actos de justicia, como el de conferir la primera vacante de coronel a D. José Antonio Turón, que acompañó al regente hasta su embarque; pero la concesión general de gracias fue cuestión política en mal hora llevada al ejército.

Si el que siembra vientos recoge tempestades, estas se sintieron pronto. Serrano había prometido en Tárrega el licenciamiento de las clases de 1838, como aliciente a la insubordinación, y al recibir la orden de marchar a Pamplona el regimiento del Príncipe, que se hallaba en Madrid, justamente a los ocho días de concedidas las recompensas, los soldados del 38, que contaban con sus licencias prometidas, las pidieron antes de alejarse más de sus pueblos; no fueron atendidos, y se sublevaron hiriendo a sus oficiales. Vencidos y diezmados, fueron fusilados a quienes cupo tan fatal suerte, sin otra sumaria, y Madrid supo, el 29 de Agosto, a la vez que el castigo, la falta. Los que habían triunfado poco antes por la insurrección, anunciaron el suplicio de aquellos extraviados, con estas líneas que firmó Narváez.

Se eliminó a muchos oficiales progresistas; se reintegró en sus grados a los procedentes del convenio de Vergara, que por haber tomado parte en la rebelión de Octubre de 1841, fueron separados de las filas, y se fue posteriormente ensanchando indefinidamente la adhesión a aquel convenio, prefiriéndose a los ex-carlistas a muchos liberales que contra aquellos pelearon. Los nuevos de­fensores de la reina supieron cumplir bien.

No tenía razón de ser la alteración de los colores de la bandera nacional, ni el quitar a los regimientos su enseña, rejuvenecida su gloria en la guerra de la independencia y en la civil de los siete años; y sólo puede disculpar la vanidad, que se diera a algunas ciudades títulos que seguramente no habían conquistado aun cuando no por esto dejaran de ser dignas de conquistarlos; pero no tuvo Sevilla ocasión de mostrarse invencible, ni Granada heroica, ni Teruel muy noble, muy fiel y muy victoriosa, ni Cuenca intrépida, y era más que pueril pretender de este modo dar al alzamiento de 1843 el carácter de una lucha que no hubo. Y a la vez que se quería hacer resaltar sus efectos, que se ahondaba la sima que dividía a vencidos y vencedores, se celebró el aniversario del pronunciamiento de 1º de Septiembre de 1840, que había llevado al ostracismo a los que de él volvían por el de 1843, reemplazándoles a su vez los vencedores en aquel. Si esto no fue una bufonada, a la que se prestó aquel ayuntamiento de real orden, fue una candidez si se hacía sinceramente.

 

IV. MANIFESTACION DEL 8 DE AGOSTO

No había esta sinceridad, o no se conocía al menos, en los que se adhirieron a la revolución para utilizarla en su provecho; y cuando acababan de introducir en palacio elementos amigos, fue notable la manifestación que el 8 de Agosto hicieron los ministros en el regio alcázar S. M., el cuerpo diplomático español y extranjero, la grandeza, tribunales y corporaciones, de proponer a las Cortes, convocadas para el 15 de Octubre, la declaración de la mayoría de la reina.

El presidente, D. Joaquín María López, acusó a la Regencia de haber concluido por sus propias y graves faltas, de no haber dejado su respetable investidura, de que desoyó obstinadamente la voz de la nación y del Congreso, y lo que era más ofensivo para Espartero, de que «el excesivo e increíble cuidado de evitar riesgos personales, le impidiera pensar en cosas más grandes y en la situación y dignidad del gobierno»; manifestó después que no necesitaba, para completar su existencia legal, ningún acto del anterior, apoyándose en la opinión nacional, y que la nación quería y necesitaba ser regida por la reina misma, que prestaría ante las próximas Cortes el juramento que la Constitución prevenía. Se congratulaba de la dicha del día en que empezara de hecho su reinado, cuyo solo anuncio comenzó la reconciliación de los españoles, «tan generosamente ofrecida por los unos como noble y ventajosamente aceptada por los otros;» que así podría admitir los servicios de todos para alcanzar la nación la prosperidad a que estaba llamada; que terminó con la Constitución de 1837 la cuestión política; con la guerra, la de la legitimidad; con la última regencia, la ocasión o motivo de males y turbulentas ambiciones, y con el último movimiento, la serie de acontecimientos semejantes; y tomando S. M. por único norte de su reinado los principios del gobierno parlamentario, reinara dilatados años para ventura y gloria de España.

La reina contestó que había oído con suma complacencia los leales sentimientos acabados de manifestar por el gobierno provisional de la nación, y desde el día en que ante las Cortes prestara el juramento a la Constitución del Estado, se ocuparía en procurar la felicidad de los españoles.

Este acto tan solemne fue una gran debilidad del ministerio, pues sobre no producir otro resultado que comprometerle a proponer y sostener en las Cortes su aprobación, evidenciaba que no tenía la fuerza suficiente para dejar de ser instrumento de los que tanto interés mostraban en la mayoría de la reina. Y cuando tanto interés aparentaban los ministros en resistirla tendencia moderada que les acosaba, cuando en casi todos sus actos públicos, a favor de la imprenta y de los periodistas, de la tolerancia, de todo cuanto pudiera interesar al partido progresista se mostraban sus amigos, cayeron en el lazo que sus expertos contrarios les prepararon. No podían considerarse sorprendidos, porque apoyo eficaz y valiente tuvieron los ministros para resistir la insistencia de los moderados, y tales razones oyeron, que se decidieron a resistir, y lo hicieron por algún tiempo, tan grave era la exigencia, aplazando su resolución para cuando las Cortes se reuniesen, que es a quienes correspondía resolver la cuestión; pero no les faltó un momento de debilidad que supieron aprovechar los que de la declaración de la mayoría basaban sus proyectos y esperanzas, y transigió el gobierno para su mal y el de su partido, y abdicó de su fuerza, de su independencia y de su libertad.

Harto conocía López, y así lo manifestó en su exposición razonada de aquellos sucesos, que «el acto de declarar a S. M. mayor de edad era de suyo grave y de graves y trascendentales consecuencias; y sin embargo accedió, o más bien fue consecuente el gobierno con la opinión que tuvo desde los primeros días que ejerció el poder, aun cuando manifestó que «de una opinión a un hecho media una distancia inmensa, y la del gobierno no podía salir del círculo de sus ceñidas atribuciones, ni pasar jamás a adquirir la fórmula solemne y decisiva que sólo competía darle a la representación nacional».

Se esfuerza en demostrar que el gobierno provisional no podía continuar ni de derecho ni de hecho, porque lo primero no se reconocía en la ley fundamental, y en tiempos de grandes revueltas el prestigio es efímero; que tampoco querían sus individuos continuar en el mando, aceptado con repugnancia y amarguras, después de tenazmente resistido, y no hallando sino dos caminos que seguir, o nombrar una regencia, o declarar la mayoría; optaron por lo último, por creerlo menos peligroso, y se decidieron a la escena del 8 de Agosto, dispuesta, dice, espontáneamente por el gobierno, y creyendo interpretar la opinión del país.

Ni la reina fue declarada mayor en este día, ni produjo tan ruidoso acontecimiento otro resultado que comprometer a los ministros a proponer y aun a sostener en las Cortes que así se hiciese: fácil es de conocer que semejante concesión fue poco honrosa para ellos: los que a hacerla los obligaron, o dudaban de sus convicciones o de su palabra; una prenda que de las unas o de la otra les asegurase querían a toda costa: el gobierno, prestándose a darla, reveló su debilidad, y tomó anticipadamente un compromiso que le habría impedido en circunstancias que pudieran tal vez sobrevenir, obrar con la independencia y libertad que deben siempre tener y procurar a toda costa conservar los que mandan.

Para hacer más significativo el acto, después de besar Narváez la mano a la reina que se acababa de proclamar, se presentó en la Plaza Mayor con el brigadier Prim, ya Conde de Reus, y al frente de las tropas allí reunidas, victoreó a la Constitución, a la reina y al gobierno provisional, y marcharon a desfilar ante la reina, asomada al balcón principal de palacio, acompañada de su hermana, del Infante D. Francisco y su primogénito, de D. Joaquín María López, general Serrano, Duques de Bailen y de Zaragoza, Olozaga y otros.

Al concluir el desfile circuló una proclama de Narváez a los soldados, llamando nuevamente ambicioso, desleal e ingrato a Espartero, grosero satélite del despotismo, tirano y cuanto podía demostrar la fanática pasión que a todos cegaba, proclamando después el principio santo de la tolerancia y de la reconciliación, lo cual parecía un sarcasmo: recomendábales la disciplina y la unión; que él daría el ejemplo de la sumisión, del respeto, y sería el primero en acatar la ley, la Constitución de 1837, ese gobierno que la nación se ha dado, al que debía su vuelta a la patria, inmensa deuda de amor y de agradecimiento.

Para no omitir nada referente a aquella anticipada proclamación de la mayoría de la reina, añadiremos que su hermana Doña Luisa Fernanda la escribió gozándose de que tomara las riendas del Estado, y la anunciaba el regalo que la hacía, que consistía en un alfiler con una F, que quiere decir: Felicidad para el país y para la reina.

La reunión de los amigos de la paz y la libertad, establecida en Madrid, dio un manifiesto, como otras juntas y corporaciones, protestando su respeto a las leyes, por lo que había visto con dolor la abrogación de poderes en perjuicio de la Constitución que se deducían del ceremonial del 8 y del discurso de López, porque ocupando Isabel II el trono en virtud de un acto de la soberanía nacional, no se podía permitir la aclamación fuera del recinto de las leyes, ni por los depositarios del poder, ni menos por los jefes, de la fuerza armada; porque si tal hecho quedase sin censura y tolerado, podría un día un partido o un jefe ambicioso extender la mano hasta la diadema real y aclamar a otro soberano, produciendo una nueva guerra civil; pedía la convocación de una junta central con poderes limitados, para reorganizar todos los ramos de la administración, y que se reunieran Cortes constituyentes.

 

 

V. ADMINISTRACION PÚBLICA

El Ministerio creía que había hecho la revolución política, y que podía hacer la social promoviendo, creando y enlazando todos los intereses que afirman las instituciones y los gobiernos. Conoció que la formación de una buena estadística es base de la equidad y de la justicia en la distribución de los impuestos; pero en lo que entonces se hizo parecía obedecer más al pensamiento de formar una comisión con regulares sueldos, que conseguir con la necesaria premura, si no el objeto que el gobierno se proponía, dar los primeros pasos en lo que tanto interesaba y tanto se podía hacer, y en lo que aún hoy reclaman la equidad, la justicia y el bien público.

No era menos importante la reforma, o más bien la formación de nuestros Códigos, y se creó para ello una comisión presidida por Cortina, y compuesta de las eminencias del foro, mostrando su patriotismo y desprendimiento con la renuncia del sueldo quedes señalaron. Debióse a aquel gobierno el primer camino de hierro que ha habido en España, el de Barcelona a Mataró, a propuesta de D. José María Roca; y con otro particular, con don José Salamanca, celebró la famosa contrata en la que se pactó la anticipación que éste había de hacer de 400 millones de reales, aplicados a la construcción de caminos, canales y otras obras públicas, reintegrándose de aquella cantidad con bienes nacionales.

Hubo de publicarse el expediente en la Gaceta, lo cual fue la señal de una verdadera asonada de quejas, de peticiones, de un sin fin de escritos para dar en tierra con este proyecto. En 11 de Noviembre el gobierno sometió su plan a las Cortes, en que reconocía paladinamente que era contrario a la ley; mas para aquellos defensores impertérritos de la legalidad en los bancos de la oposición, conculcar las leyes como ministros era ya un estado normal. Las personas consultadas, decía la Exposición de motivos, no dudaron en aconsejar la adopción del contrato, a pesar de la trasgresión de la ley que envolvía, y el gobierno se decidió a arrostrarla para aprobar el contrato, esa infracción de la ley y la de las demás disposiciones que rigen para la enajenación, fueron las que precisaron al gobierno á pedir el voto de indemnidad.

Salamanca, al que asistía incontestable derecho para reclamar el cumplimiento del contrato, había propuesto se sacase a pública subasta; pero fue tal la oposición que halló el proyecto, herido de muerte desde su aparición, que ni mereció los honores de la discusión y fue retirado por otros ministros.

La tantas veces proyectada navegación del Tajo desde Aranjuez a Lisboa, fue objeto igualmente de la solicitud del gobierno, así como levantar un exacto mapa de España, pretendido ya por el ministerio de la Regencia, obra de que hemos carecido hasta que el Sr. Coello ha dotado con su ilustrada perseverancia de este monumento a nuestra patria, y ahora el eminente Ibañez la honra y la enaltece con su mapa sin igual.

También se le debió el principiar la construcción del actual Congreso, y otras obras más o menos útiles.

La reconocida ilustración de los individuos del Gobierno provisional no podía desatender la instrucción pública, barómetro de la civilización de los pueblos, fuente de dignidad y manantial de fecundas ideas, y las escuelas normales, la segunda enseñanza, la ciencia médica y la del derecho administrativo, tan necesaria siempre, experimentaron su poderosa iniciativa, su protectora influencia, y en breve tiempo esparcieron semillas que habían de dar preciados frutos.

Acordaron la creación de bibliotecas militares en la capital de cada distrito, fundando el decreto en que no era conveniente ni decoroso que el ejército español permaneciera estacionado ante el movimiento progresivo de Europa en los adelantos de la guerra; que por esto se envió al extranjero una comisión de jefes y oficiales de las diferentes armas, para adquirir y propagar después los conocimientos que adquiriesen; pero no siendo esto bastante, creó el Gobierno las bibliotecas militares, como poderosos medios de instrucción de que el ejército carecía. Los que debían secundar tan útil medida no cumplieron cual debían, y el ejército español, tan superior por algunas condiciones inherentes a su carácter, es de los menos adelantados en cuanto a su instrucción intelectual. Asusta la estadística de los soldados que no saben leer ni escribir; apenas se publica en España un libro de ciencia militar, y algunos distinguidos y muy sabios escritores militares son más conocidos en el extranjero que por sus compañeros, como podríamos citar más de un ejemplo, siendo evidente la poca afición a las lecturas serias que aumentan la inteligencia, a la vez que los conocimientos enaltecen la dignidad humana.

 

VI. ROMPIMIENTO DE LA COALICION

Una semana apenas había pasado del valioso triunfo que obtuvo la coalición, cuando de su mismo seno, además del partido centralista, surgió otro que quería la reforma de la Constitución, el matrimonio de la reina y la declaración de su mayoría en un sentido condicional. Alarmó, como no podía menos, la aparición del programa que dio a luz El Eco del Comercio, y le combatió El Heraldo, sosteniendo la integridad de la Constitución de 1837, que querían reformar los progresistas para suprimir el veto absoluto.

La coalición era ya imposible: la rompió El Eco a los pocos días, y a la reunión electoral que se celebró en el Liceo, caracterizándose más de moderada que de coalicionista, se opuso la celebrada en el salón de Columnas del Ayuntamiento, a la que El Eco convocó a los progresistas, y se declaró allí disuelta la coalición, sólo apoyada débilmente por empleados del gobierno como Mata, y se sostuvo que era llegado el día de deslindar los partidos: se veía con alarma la presentación de frailes en Córdoba, y enaltecida la Inquisición en Valencia, y aunque aficionado a la coalición, como uno de sus autores, tenía miedo al retroceso como liberal.

Los progresistas que no se habían pronunciado y los que se separaban de la coalición, proclamaban la convocatoria de una Junta central con los poderes necesarios para organizar todos los ramos de la administración pública, que los poderes de esa Junta fuesen por tiempo limitado y breve, y se reuniesen después inmediatamente Cortes constituyentes que decidirían la cuestión de la mayoría, con las demás que exigía el bien de la nación.

Los esparteristas, representados por El Espectador, tuvieron otra reunión en el Instituto, en la que fue considerado el regente víctima de ajenos errores; se invocó su nombre, como áncora de salvación en el naufragio que experimentaban unos y temían otros, y se proclamó la integridad de la Constitución de 1837, procurando así hacer frente a los que estaban decididos a anticipar la mayoría de la reina. Comenzaron estos a formar el partido parlamentario, que consideraron como la necesidad de todos los partidos, su fe pura presentando la monarquía como el principio de libertad conciliado con el orden y con el progreso, deseando la formación de un gobierno verdaderamente constitucional con la ban­dera de paz, reconciliación y libertad. Magnífica teoría si hubiera sido practicada, si se hubiera tenido el propósito de realizarla después de las elecciones.

Este principio de tolerancia, base de una perfecta unión, no podía existir, como no existía. Había roto El Eco la conciliación, y El Heraldo acusaba al ministro de la Gobernación de falsear las bases del programa, de ejecutar actos tan ilegales como apasionados, algunos de los cuales calificaba de escandalosos, sin que dejara de censurar también muchos de los nombramientos que se hacían para Hacienda.

Pero lo que a la sazón interesaba era ganar las elecciones, y en la reunión celebrada el 25 de Agosto en el salón del Liceo por el partido parlamentario para organizar los trabajos electorales, se sometieron todos a las valientes y atrevidas ideas que emitieron con fervoroso entusiasmo González Brabo y Sartorius; aunque no era gran valor desafiar desde el poder a los de él alejados, y que poco antes habían sido los amigos del primero. Pero ya había empezado éste a correr la pendiente que tanto le separó de los progresistas, entre los que interpuso un lago de sangre.

Se nombró una comisión que redactó un manifiesto con muchas firmas, y todos se aprestaron a la lucha. A algunos les pareció que sería más gráfico el nombre de partido nacional que parlamentario, porque se ponía así al parlamento sobre todos los poderes; pero todos convinieron en proclamar la Constitución en toda su pureza y el trono en toda su fuerza. No había, sin embargo, la necesaria unión entre los que habían triunfado. Los hombres de procedencia moderada empezaban a combatir al gobierno, aunque proclamaban el olvido de lo pasado; pero ya se pedía la inmediata y solemne declaración de la mayoría de la reina, la reforma y organización completa de la administración y, en una palabra, adquirir el poder.

Los progresistas que no se habían coaligado y los que de la coalición se separaron, tuvieron también sus reuniones, y dieron su manifiesto proclamando la tolerancia, la Constitución de 1837 fiel y estrictamente observada, el trono augusto de Isabel II constitucional y la independencia nacional.

 

VII. PRELIMINARES ELECTORALES

La lucha electoral daba tristísima idea de la posición en que se habían colocado los partidos, y auguraba los resultados que debía producir. Los hombres más opuestos y antipáticos, los que era absolutamente imposible se aviniesen, tales y tan profundas eran sus diferencias, figuraban en unas mismas candidaturas, sustentando, al parecer, idénticos principios, y tomando sobre sí iguales compromisos. Era candidez o malicia; de todos modos, conocíase fácilmente que unos y otros se proponían obtener el triunfo, si lo conseguían, y conquistar para sí la posición que a todos no podía ciertamente contener a un mismo tiempo.

Pero en esto obedecían a la índole de las coaliciones, cuya misión es destruir, para lo cual es fácil ponerse de acuerdo, no para edificar en lugar de lo destruido, que para esto, cada una de las fracciones tiene diverso sistema, e instintivamente se propone realizarlo, dirigiendo a ello siempre, y a veces sin pensar, sus esfuerzos y su interés.

De la comisión que se instaló en Madrid, se nombró individuo a Cortina, sin su conocimiento y hallándose ausente. El giro que habían tomado los negocios públicos y la actitud de los moderados, le hicieron temer por los principios que, como progresista, había siempre sostenido, y la suerte de los que a este gran partido pertenecían, se le presentaba a cada paso más triste y desastrosa. Forzado a optar entre un rompimiento, que decididamente hubiera separado los campos, o la contemporización por algún más tiempo, le decidió por esto último, animado del deseo de contribuir, si podía, en el terreno aún común, a salvar los principios y aun las personas, que en tan grave riesgo veía; y no fue otro seguramente el proceder del hombre que nada ha querido de los gobiernos, que ha resistido tenazmente , y hasta un punto inconcebible a veces, las ofertas de todos. Asistió a las reuniones de la comisión electoral, y suscribió la alocución que se dio a los electores, porque en ella se decía que la Constitución de 1837 ha pasado por las pruebas más duras y ha resistido a los embates de los trastornos populares y a los rudos golpes del poder caído: la Constitución del 37 se ve de nuevo amenazada; la Constitución del 37 que, según la experiencia ha acreditado, afianza las libertades públicas sin poner embarazo a la acción expedita del gobierno, es por lo mismo la piedra angular en que ha de descansar nuestro edificio político, y constituirá el baluarte inexpugnable desde donde defenderemos resueltamente a la patria de toda clase de enemigos.

Los Sres. Castro y Orozco, Pidal, Sartorius y otros que destruyeron esa misma Constitución al poco tiempo, firmaban esta profesión de fe política, por ninguno de sus correligionarios contradicha ni impugnada entonces, sino alabada. Si a la sazón creían lo que dijeron, si la Constitución del 37 afianzaba las libertades públicas, sin poner embarazo a la acción expedita del gobierno; si era la piedra angular de su edificio político; si era el baluarte inexpugnable desde donde se proponían defender la patria contra toda clase de enemigos, ¿por qué la reformaron? Si pensaban que era preciso variarla, ¿por qué suscribieron lo que no sentían, y a desmentir en la primera ocasión que se presentara estaban resueltos? Imposible es seguramente, a no declararse ignorantes, que contestaran a la grave acusación que podría con estos datos formularse; y para que su vergonzosa contradicción, hija, si no de la más insigne deslealtad, de la más crasa ignorancia, apareciera de bulto, que la experiencia había acreditado, proclamaron en 1844, no estaba en armonía la Constitución del 37 con el verdadero carácter del régimen representativo, ni tenía la necesaria estabilidad.

Semejante conducta subleva a todo sentimiento de honradez, y puede absolverse en el terreno de la historia a los que pudieron ser víctimas de un engaño, que jamás debieron temer, por lo inesperado de la hidalguía castellana, sacrificada a lo que intereses mezquinos exigieron del modo más lastimoso. «No más reacciones; no más medios de fuerza, ni por parte del poder, ni por la de los partidos», se decía en la misma alocución; y algo era todo esto si con lealtad se hubiese cumplido: era al menos cuanto en aquellas circunstancias podía desearse, y bien merecía que para obtenerlo se hiciera cualquier sacrificio, y lo hizo Cortina, poniendo su firma al lado de las de personas de quienes siempre desconfió. La confianza que en ellas tuvo fue su falta, que bien pagó después, aun cuando, aumentándose cada día sus recelos, dirigió sus esfuerzos a no contraer compromisos de ningún género que le impidiesen combatir los planes de reacción y exterminio de los progresistas, que estaba seguro habían de desenvolverse. Se negó a las combinaciones ministeriales que se le propusieron, en las que se le ofrecía la mejor parte; rehusó, bajo el frívolo pretexto de ser inspector general de la milicia nacional del reino, la candidatura para diputado por Madrid, que la comisión electoral, sin su conocimiento propuso, porque no quería deber a los votos de los moderados su posición en el parlamento: se negó a una conferencia con Martínez de la Rosa, a que se quiso con empeño concurriese, aun cuando dicho señor acababa de decir en una carta, a la que dio publicidad el Conde de las Navas: «La amnistía concedida por el ministerio López, decía, es el acto más grande y que más honra al partido del progreso, elevándolo a una altura de que no hay ejemplo en las historias; y yo, que ni debo ni quiero figurar más, si D. Joaquín María López me necesitara de escribiente suyo, iría a trabajar a su lado como tal». No se decidió tampoco Cortina a aceptar el cargo de diputado por Sevilla, sin asegurarse antes de que, aun sin los sufragios de los colegios en que la candidatura de la coalición fue votada, habría resultado elegido; y si aceptó una honrosa comisión para felicitar al pueblo de Sevilla por su resistencia, haciendo completa abstracción de la cuestión política, le habló de los peligros y glorias, y condenó el bombardear un pueblo abierto: quería, pues, Cortina conservarse en libertad para resistir la reacción que preveía, y en cuya posición se encontraban los más de los progresistas; aunque había otros que, más accesibles a la seducción, o confiados en demasía, estrechaban su alianza con los moderados y contraían compromisos, que, llevaron después a los más hasta apoyar todas las injusticias, arbitrariedades y excesos que tuvieron después lugar, impidiendo así aquellos inconsecuentes progresistas, que la oposición de los otros fuese tan enérgica, poderosa y eficaz como se necesitaba para que diese algún resultado.

Dueños en gran parte del ejército los moderados, en posesión de muchos cargos públicos de los más importantes, casi dominando en palacio, iban reuniendo los elementos necesarios para arrojar la máscara y realizar su pensamiento; y ya porque no se creyeran bastante fuertes para ello, o por la irresolución y falta de energía que ha mostrado en ocasiones este partido, aunque le ha sobrado en otras, procuraba a toda costa que los progresistas consumasen la obra, y emplear como instrumento a los que se prestasen a auxiliar sus intentos reaccionarios, que cuidaban, para mejor lograrlo, encubrir y disimular, y a veces su órgano genuino, El Heraldo, se ostentaba más progresista que los mismos progresistas.

 

VIII. OFRÉCESE LA JUNTA CENTRAL. SU PRIMERA PROCLAMACION

En este país de pronunciamientos, ya que no digamos de guerra civil constante, no podían faltar en tan propicia ocasión, y en Cataluña se proclamó una Junta central, lo cual era una novedad contraria a las tendencias tradicionales de aquel país, poco afecto al poder unitario; pero tuvo gran instinto revolucionario, aunque faltó audacia. Era justo el manifiesto que dirigió el 29 de Julio al gobierno, recordándole su origen y exigiéndole el 1 de Agosto con más energía; pero el ministerio, teniendo en cuenta que el mayor número de provincias no pedían lo que Cataluña, y asesorado, siguió adelante con su obra, y despechada la Junta, protestó contraía convocación de las Cortes, y declaró que los Ministros nombrados por ella faltaban a sus palabras; pedía la convocación de una Junta central, calificando de nulas o ilegales las Cortes llamadas, por faltarse al artículo 19, que no permitía la renovación del Senado sino por terceras partes, y a estos documentos, presentados al gobierno por diputados de la Junta, contestó aquel declarando tales corporaciones meramente auxiliares. Obedecieron todas, incluso la de Barcelona; mas al día siguiente salió una protesta contra el decreto de Madrid, e inmenso gentío paseó una bandera con el lema de Junta central. El capitán general, al ver este pendón de guerra, desarmó por sorpresa al primer batallón de voluntarios; corren todos a las armas, las recobra el primer batallón que se apoderó de Atarazanas, se refugió la autoridad militar en la ciudadela, resuelta a sostener el orden, envía el Gobierno en su ayuda al brigadier Prim, y lo que sucedió nos ocupará más adelante.

 

IX. RECHAZA EL MINISTERIO LA JUNTA CENTRAL

No faltó razón al ministerio López-Serrano para combatir el establecimiento de la Junta central, decidiéndose por la reunión de Cortes que representaban más, y entrar de lleno en la senda de la legalidad, harto lastimosamente abandonada.

De suyo ofrecía grandes dificultades la Junta, porque había que acordar el número de sus individuos, cuántos tendría que nombrar cada provincia, cómo se había de instalar y por qué reglamento regirse. Y aún vencido esto ¿habían de nombrar la central las juntas salvadoras instaladas en las capitales de las provincias, cuya mayor parte eran moderadas? ¿Las habían de nombrar los pueblos? Tantas dificultades se presentaban, que aun vencidas, y no pronto, era más fácil la reunión de Cortes, aun prescindiendo de que no se había de erigir frente a un gobierno establecido una Junta que, teniendo facultad legislativa, anulaba de hecho las Cortes.

Así, pues, y prescindiendo de los compromisos que el general Serrano contrajera en Barcelona al constituirse en gobierno provisional, y de cuyos compromisos no participaban sus compañeros, obró con prudencia y tino el ministerio, resistiendo la convocación de la Junta central, que habría llevado la revolución por un camino desconocido no exento de peligros, por lo heterogéneo de los elementos de que la Junta se compondría, dominando en ella el partido moderado; y aun sobreponiéndose los progresistas, la revolución habría ido más adelante de lo que muchos querían, sin que prejuzguemos si habría sido o no un bien.

Las Cortes, áncora siempre del pueblo español, no presentaban tantos inconvenientes y era lo legal; porque sólo ellas podían encauzar debidamente la revolución y proporcionar un desenlace fácil y conveniente a la complicadísima situación que se había creado, y tantos recelos y desconfianza a todos inspiraba. Por esto decidió el gobierno, no sin tener que vencer grandes dificultades que unos y otros le oponían.

Y gran lucha tuvo que sostener con los decididos por la central, que no perdonaron súplicas, reconvenciones, amenazas y hasta apelar a las armas, obligando al gobierno a combatir y aun a aniquilar a muchos de los elementos con que debiera haber contado para resistir a los que en sentido bien opuesto lo mortificaban y afligían; a los que temerosos de que sus proyectos se malograsen, y resueltos a arrojar la máscara que aún los cubría, en el primer momento en que el peligro que se presentara creyesen exigirlo, procuraban preparar el terreno, en que debían a su tiempo evolucionar, y encaminaban todos sus esfuerzos a que se declarase por el gobierno mismo mayor a la reina, prescindiendo de todas las dificultades que lo hacían en esta forma impracticable. Apoyados eficazmente los ministros en la opinión de algunas personas, con valentía y tal fuerza de razones, que hicieron enmudecer a sus mismos adversarios, combatieron semejante pensamiento, resistieron por mucho tiempo tan imprudente exigencia, aplazando la resolución de esta grave cuestión para cuando las Cortes se reuniesen, e indicando oportunamente que de ella deberían ocuparse. Tuvieron, sin embargo, un momento de debilidad, que supieron aprovechar los que de la declaración de la mayoría hacían la base de todos sus proyectos y esperanzas. La indefinible escena del 8 de Agosto en el real palacio, fue una transacción sin duda éntrelos que procuraban a toda costa precipitarían grave suceso, y los que se habían propuesto, si no impedirlo, neutralizar al me­nos las consecuencias de él que presentían. Así lo dijo el presidente del gobierno provisional en medio de una inmensa asamblea convocada para oírlo.

 

X. PRONUNCIAMIENTO EN ZARAGOZA

La aptitud del gobierno en contra del establecimiento de la Junta central ofrecida al país, fue un excelente motivo para los que no estaban conformes con la marcha política que se llevaba, y era una buena bandera de oposición; así que la junta de Zaragoza que había negado su obediencia al ministerio y apoderádose Ortega de la autoridad del capitán general, aun cuando vio que no podía continuar como gubernativa, no quería disolverse; y en vista de las medidas que empezó a tomar el capitán general López de Baños, le propuso quedar como auxiliar del gobierno; pero se opuso el general, obediente a las órdenes del ministerio, y la intimó su disolución, que se realizó después de una gran junta, a la que concurrieron jefes de la milicia y personas importantes.

Disolviéronse las juntas de Huesca, Barbastro y otras, y fue venciendo el gobierno las graves dificultades que se le presentaban, que no eran pocas. Las juntas disueltas no estaban conformes, en general, con su condescendencia, forzada en algunas; se conspiró, y una nueva revolución estalló en Barcelona, como veremos, secundando Zaragoza aquel pronunciamiento en la noche del 17 de Setiembre.

La capital de Aragón no se había adherido al alzamiento de Julio, hasta después de instalado el gobierno provisional en Madrid; y aun así, hacia alarde de su consecuente afecto a Espartero; era evidente su oposición al gobierno, y fuerte, por casi unánime, explicándose naturalmente lo sucedido el 30 de Agosto, venciendo los progresistas sobre los pronunciados, desarmándose y haciendo salir de la ciudad la fuerza franca, llamada patolea, que se había organizado durante los sucesos de Julio.

Ya en la noche del 10 de Setiembre se victoreó en la retreta al Duque de la Victoria, sin que esto produjera ni una amonestación. Predispuestos los ánimos, se dispuso el pronunciamiento para el 17, en cuya mañana empezaron a reunirse en el café de Jimeno los más decididos, permitiéndose demostraciones que no fueron reprimidas. Se aumentaron los grupos, pasó uno de ellos después de anochecido por frente a la casa del capitán general, situada en el Coso, tocando llamada y victoreando a Espartero; hizo entonces presente la autoridad militar a la civil y municipal si necesitaban fuerza armada, prevenida en los cuarteles; no la creyó conveniente la segunda por no irritar más los ánimos, y que iba a disponer se llamase a la milicia, en la que confiaba para mantener el orden, pero sólo acudieron los interesados en llevar adelante el movimiento.

El capitán general, en unión del jefe político, del segundo cabo Cañedo y el estado mayor, pasó a visitar los cuarteles; y en tanto, se reunían en la sala capitular algunos, jefes de la milicia, a los que manifestó el alcalde primero, Sr. Urries, su sorpresa y la del Ayuntamiento por un suceso que estaba muy lejos de temer des­pués de la sesión de aquella tarde; que esperaba que la milicia nacional, bien convencida de tal verdad y en cumplimiento de sus palabras y compromisos, rechazaría las sugestiones de los díscolos y ambiciosos que sólo esperaban medrar a costa de los incautos; se explicaron en igual sentido D. Pascual Polo y Monge, comandante de la caballería, y varios concejales y oficiales que usaron de la palabra; se acordó inculcar estas ideas a los nacionales ya reunidos, ideas que aseguraban ser las de la inmensa mayoría de la milicia, como se confirmaría el día siguiente cuan­do con la repetición del toque de llamada se reunieran todos sus individuos, pues hasta entonces no lo habían verificado más que unos 600, y que pasara Urries a ponerlo todo en conocimiento del capitán general y jefe político.

A la una de la noche acabó esta reunión, y el alcalde primero, con el síndico Laclaustra, conferenció dos horas con el general, el jefe político y el segundo cabo en el cuartel de caballería, y convinieron en esperar la resolución de la milicia, por no usar entonces de la fuerza. Prudencia fue.

Se convocó nuevamente a los comandantes de la milicia al Ayuntamiento; manifestaron estos que la mayor parte de su oficialidad discurría en el cuartel el medio de llevar a efecto lo acordado en la noche anterior; se habló sobre la poca fe que merecían los que la opinión pública designaba como los promovedores de la insurrección, y se insistió en el compromiso de la ciudad cuando el general, en cumplimiento de su palabra y de su deber, llegase a hacer uso de la fuerza. Convinieron en todo los comandantes, y en sus discursos calificaron de malos patriotas a los que trataban de poner obstáculos a la reunión de las Cortes. Eran ya las cinco cuando se retiraron de la reunión, y volvieron a la que tenía la oficialidad en su cuartel; pero ya no era sólo de los nacionales: habían penetrado bastantes oficiales y jefes del ejército y personas extrañas, que manifestaron a la oficialidad de la milicia que la Constitución peligraba: la proclama de Ugarte, impresa y repartida por la noche con notable profusión, la promesa que hicieron los coroneles Muñoz y Decref de que sus cuerpos y gran parte del ejército deseaban unirse a este movimiento, el deseo de ser los primeros en el que suponían tendría lugar en toda la nación, cambió el aspecto de las cosas, y a las siete de la mañana no era difícil prever el resultado. Volvióse a tocar llamada, y acudiendo una mitad de la milicia, acordó el nombramiento de una Junta de salvación, efectuándolo con la mayor tranquilidad.

A las diez de la mañana del 18 recibió el capitán general una carta del alcalde primero, anunciándole la imposibilidad de llevar a cabo su intento, y que él y la corporación municipal se retiraban desde aquel instante a la vida privada, puesto que la voluntad de la milicia era apoyar a la Junta que, con el título de salvadora de la patria, se había ya instalado y ejercía sus funciones como soberana. En su vista, abandonó el general la plaza y el parque de artillería, dentro de ella, por carecer de medios para retirarlo sin hostilizar a los pronunciados. La salida de algunos batallones ofreció sus dificultades, por hallarse en edificios opuestos al que ocupaba S. E.; pero ayudaron las demás fuerzas, y no hubo más defección que la de los gastadores del provincial de Huesca y algunos oficiales. Acantonóse el cuartel general con cuatro compañías del segundo de Gerona en Cuarte, y todas las demás fuerzas de la guarnición y las que iban llegando, en Cadrete, María, cuartel de Caballería y Aljafería, a cuyo castillo se replegaron todas las tropas en la mañana del 19, y pasó después el batallón de Extremadura a María; el de Gerona, con 40 caballos, a Cadrete; el de Huesca, con 60 de aquellos, a Alagón; el cuartel general a la Muela, y las tropas restantes a la inmediación del castillo.

No habiéndose atrevido, o no considerando prudente la autori­dad militar combatir la insurrección, bloqueó la plaza por la derecha del Ebro, en cuanto lo permitían las fuerzas de que disponía, abasteciendo a la vez de víveres la Aljafería, sin que los bloqueados opusieran el menor obstáculo.

Notándose síntomas de secundar el alzamiento en Calatayud, fue á esta ciudad el provincial de Lérida; y los regimientos de caballería de Sagunto y Villaviciosa, recién llegados de otros distritos, continuaron su marcha para Cataluña, dirigiéndose a pasar el Ebro por las barcas de Pina, con orden de redoblar su paso, que por extraordinario se recibió del gobierno, apurado con el aspecto que presentaban los sucesos en Cataluña y Aragón.

Reemplazado López de Baños por el segundo cabo D. V. Cañedo, trasladó éste su cuartel general el mismo día 22 al puente de la Muela, y al siguiente a la Paridera de D. Juan Romeo, moviéndose también algunas tropas.

 

XI. A JUNTA Y SU PROGRAMA

Resueltos los pronunciados a resistir, emprendieron con fervor los trabajos de defensa, montaron artillería y repararon baterías, lisonjeándoles que los bloqueadores, en vez de estrechar el cerco, le iban ensanchando, por más que otra cosa se dijera, pues hasta el mismo cuartel general, en su traslación del puente de la Muela a la Paridera de D. Juan Romeo, entre la carretera de Madrid y la ermita de Santa Bárbara, pero mucho más atrás, no hacía más que alejarse de Zaragoza.

Poco afectos los aragoneses a disimular sus sentimientos, aunque se enarboló la bandera de Junta central, su afición era a Espartero, y a él se victoreaba. Presentado esto como un signo de desunión de los pronunciados, díjose por sus contrarios al gobierno que la bandera levantada en Zaragoza podía prestarle ancho campo para reconciliarse con los unos y dejar solos en la lid a los esparteristas: algo se trabajó para esto, pero inútilmente.

La Junta provisional que se nombró la componían los señores Franquet, Polo y Monge, Muñoz, Ugarte, Mateu, Marracó (don Domingo) y Decref, y aunque amigos todos de Espartero y deseando que volviera a ocupar la regencia hasta la mayor edad de la reina, no estaba lejos un acuerdo con Barcelona para procurar todos el establecimiento de la Junta central, que era la aspiración general del partido progresista, y a ello ayudaban fervorosamente los incipientes republicanos, aunque no confiaban en, el establecimiento de la república, mientras los progresistas estuvieran tan encariñados con la reina.

La Junta tenía que dirigirse a los zaragozanos y al país, y lo hizo diciendo que «sin Cortes que representen legalmente al país, sin poder real de hecho, porque se halla en dominios no españoles, y sin poder ejecutivo de derecho, porque ninguno de los actos de los que se titulan ministros provisionales lleva ni puede llevar el sello de la legalidad, no tanto por no observar ni ejercer su poder con arreglo a las leyes fundamentales, como por el vicioso origen de su creación y la ninguna investidura legal que les autorizara, la nación se halla en un caso anómalo, en situación no prevista por sus legisladores, y como a la fuente de todos los poderes débese acudir en tal situación a la soberanía popular. Por esta causa hemos lanzado el grito de Junta central, que compuesta de dos representantes de cada provincia, elegidos por medio de las municipalidades que representan en mayor fuerza a los pueblos y son los depositarios y vigilantes de sus garantías sociales, venga a erigirse en representación transitoria, que nombrando un ministerio-regencia nos coloque del modo legal más solemne, dentro del circulo constitucional, cuyos rastros ya se desconocen. Entonces el país puede ya ser convocado legalmente, y por medio de sus diputados y senadores crear los poderes del Estado como tiene establecido en su Constitución de 1837; entonces, si quiere, podrá calificar hasta qué punto el primer magistrado de la nación correspondió a la confianza que en él depositara; entonces, convertidas las Cortes en gran jurado nacional, juzgarán a sus ministros responsables y castigarán a los que sin derecho ni título alguno han usurpado sus poderes, han roto todos los vínculos sociales, destrozando sus leyes, corrompiendo la moral pública y poniendo un sello de infamia y de desprecio sobre esta nación, que se afanará en borrarle, mostrándose tan fuerte y magnánima como a ello la hacen acreedores sus mejores, más honrados y siempre escarnecidos ciudadanos»

Concluía: «Víva la Constitución íntegramente observada; viva la independencia y soberanía de la nación; viva la Reina constitucional; viva la Junta central.»

Dióse él mando militar de la ciudad, dividida en cuatro distritos, al teniente coronel Decref; se organizaron fuerzas, se hicieron alistamientos, y se procuró que todo Aragón secundase el movimiento de la capital.

 

XII. ALOCUCIONES DE LAS AUTORIDADES

Los bloqueadores en tanto ocuparon por la izquierda el pueblo de las Casetas, y por la derecha la venta o parador de Buena Vista, que formaba el extremo de la línea por aquella parte, y un batallón de Extremadura ocupó varias casas de campo sobre la carretera de Valencia. El provincial de Tarragona se acantonó en Alagón. Establecióse la línea de postas y correos por Torrero, el Burgo, Fuentes y Pina, con objeto de mantener las comunicaciones con Cataluña; se allegaron fuerzas; se cortaron las aguas que desde el canal riegan las huertas de la derecha del Ebro; dióse al brigadier Campuzano el mando de las tropas que operasen a la izquierda del Ebro, donde ya se habían pronunciado Justival, Ayerbe y otros pueblos; cruzaron el río por las barcas de Otebo y Alagon; ocuparon los caseríos de Molinos, y Cañedo publicó un bando para que todo militar o dependiente del ramo de guerra que no evacuase la plaza en el término de cuarenta y ocho horas, quedaba privado de sus empleos, honores y condecoraciones, absolviéndose de todo cargo a los que se presentasen; y en el mismo día, 27 de Setiembre, dijo a los zaragozanos que les contemplaba con dolor, les compadecía y anhelaba el término de sus males, porque estaba muy lejos de conceder el nombre que llevaban a los sediciosos que especulaban con su reposo y bienestar; estimulaba a los labradores a salir de su inercia y sufrimiento; que reconocía en ellos la clase más útil y virtuosa de la sociedad; que simpatizaba con ellos; que no retardaran el momento de ponerse bajo su protección, y que el ejército, al ocupar la plaza, tendría para con ellos particular deferencia, estrechándolos como hermanos, porque labradores eran también los soldados que mandaba; que hicieran saber lo mismo a los sediciosos que dominaban aquel recinto, que no había alternativa, que era llegado el momento de poner término a los males causados, y que si así no lo hicieren, si retardasen la sumisión al gobierno, caería sobre ellos su execración, como únicos autores de tantas calamidades, permaneciendo en tanto el ejército impávido en su puesto, y resuelto a sostener el decoro nacional y el honor de las armas, llenaría dignamente su misión.

En el mismo día, el jefe político Sr. Puidulles, dijo desde la Almunia, a donde se había retirado, a los zaragozanos, que terminara aquella situación, recordándoles que muchas veces ofrecieron sostener a sus autoridades y mantener el orden y tranquilidad. «¡Cuántas no exigisteis para ello medidas que se llevaron a cabo! ¿Dónde está esa milicia nacional que prometía, por medio del ayuntamiento, hacer respetar las providencias emanadas del gobierno? ¿Para qué son tantas las promesas si no tenéis valor para sacudir un yugo que os impone un puñado de hombres extraviados?»

 

XIII. BLOQUEO —PARTIDAS

Dos compañías del provincial de Zaragoza, destacadas en Egea de los Caballeros, dieron oídos a tres oficiales del mismo cuerpo, pronunciados, y secundaron el movimiento el 28; hallándose animadas del mismo espíritu otras compañías de la misma fuerza que guarnecían á Jaca y Huesca, conteniéndoles algún tanto las autoridades.

Estos sucesos y otros síntomas inquietaban a Cañedo, que apresuró el estrechamiento del bloqueo, haciendo que la división de la izquierda ocupara las avenidas del arrabal y el puente del rio Gallego, quedando así bloqueada la plaza en toda su circunferencia.

Apuro grande era este para Zaragoza, y una comisión de su ayuntamiento salió a conferenciar con el general para poner término a aquella situación; pero no era posible la avenencia: no era cuestión de sumisión, era de transacción, y las diferencias no eran pequeñas, ni insignificantes. Aun el levantamiento del bloqueo, aunque fuera en parte, no podía ser indiferente al general: no podía batir entonces a los sublevados, y los bloqueaba. Es verdad que pagaba el vecindario pacífico, y por ello abogaban los pronunciados; pero no podían menos de sufrir las tristes consecuencias de lo que es o se llama inexorable ley de guerra.

Se interesó también el ayuntamiento por la clase agrícola, ma­nifestando al general no la exasperase, y en esto pudo la autoridad militar haber hecho más que dirigirles la anterior alocución, pues no se presentaban grandes inconvenientes para el trabajo de los campos, aun con la debida vigilancia.

Aún insistió el ayuntamiento al día siguiente, y pidió y obtuvo otra conferencia, que se celebró sin resultado en la Casa Blanca, a donde se trasladó el general en jefe con todo su cuartel general. Se une a éste el brigadier D. José de la Concha con fuerzas de infantería y caballería, procedentes de Madrid, que se estable­cen en Torrero y Cadrete, por cuyo primer punto fueron ocupando varios caseríos al alcance del fuego del fuerte de San José, y por la parte de la izquierda, hasta la torre llamada de los Mosquitos, perfeccionándose así más el bloqueo.

No impedía este, sin embargo, la salida de nuevas partidas a alentar pronunciamientos, que no lo consiguieron en Alagón: la que mandaba Díaz sorprendió e hizo prisioneros en el Frasno a 14 soldados de Borbón que iban algo enfermos a reunirse al cuerpo; la de Longares obtenía en Belchite y otros pueblos buenos resultados, enviándose en su contra al capitán Teijeiro con algunos caballos; y dirigiéndose a Fuentes para procurar movilizar una compañía de nacionales, y la columna organizada en Calatayud contra Díaz, le dió alcance en Jarque, rescatando a los 14 de Borbón, hizo 30 prisioneros y quedó mal parada la partida.

Un importante adalid se presentó en el campo, Martell, que perseguido de cerca desde Tarragona, pasó el Ebro por junto a Caspe y pedía recursos a la junta de Zaragoza para ir en su ayuda. En su contra marchó con dirección a Fuentes el coronel Mendinueta, reemplazado después por León y Navarrete, con un batallón y 86 caballos, porque era respetable la columna de Martell; pero había empezado para ella la desgracia: por la activa persecución que se la hizo y otras causas, se le separaron dos compañías del Infante a la vista de Alcañiz, marchando a Daroca a esperar órdenes del gobierno, a cuya obediencia volvieron; no consiguió Martell alojar su gente en Alcañiz, verificándolo en el convento de Santo Domingo, extramuros de la ciudad, aun cuando no existía en esta fuerza alguna, y días antes se habían adherido gran parte de los nacionales al movimiento de Zaragoza; y gracias que la columna de operaciones de Tarragona que le perseguía se detuvo en Flix sin continuar la persecución a la derecha del Ebro, pero se la previno marchase inmediatamente sobre Alcañiz, y se enviaron instrucciones a Mendinueta para destruir a su contrario en cualquier punto donde le alcanzase, así como que sofocase el pronunciamiento de Velilla.

Teijeiro destruyó en Hijar la partida de Longares, y estos reveses, y lo más que cada día se estrechaba el cerco, si eran una contrariedad para los pronunciados, no disminuía su resolución, la aumentaba, y su Junta continuó infatigable no sólo la propaganda y los aprestos de resistencia, sino hasta avanzando en sus aspiraciones políticas: declaró reos de lesa nación y fuera de la ley a las personas que se sentaran en las próximas Cortes como diputados por Zaragoza, y que la Junta central no se invocaba con el fin de legitimar ni consolidar la situación creada en Junio, «sino para crear un poder extralegal que, sobreponiéndose a todo, reforme la Constitución en la parte que lo exija, dote revolucionariamente al país de tantas leyes orgánicas como necesita, y que en vano espera de las Cortes, llámense ordinarias o extraordina­rias, y, en fin, la junta central debe constituir un gobierno democrático o una cosa parecida a una dictadura popular que, prolongándose hasta la mayoría de la reina, o más allá si necesario fuere, imposibilite para siempre todo retroceso en la vía de la libertad y del progreso…; un grito, pues, y la libertad se habrá salvado»

No era oscura ni ambigua esta declaración.

 

XIV. CONCHA AL FRENTE DE ZARAGOZA

La situación de Zaragoza inspiraba serios cuidados al gobierno, y envió a conquistarla al teniente general D. Manuel de la Concha, que salió en posta de Madrid en la noche del 3, y en la tarde del 5 llegó a la Casa Blanca; se encargó inmediatamente del mando; pasó al Torrero por el canal para observar la situación de las fuerzas; expuso en seguida al gobierno la necesidad de aumentarlas para estrechar el bloqueo y activar las operaciones, y que se le remitiese artillería, armamento y fondos.

El estado de las fuerzas del ejército que bloqueaban Zaragoza el 5 de Octubre lo constituían 12 batallones, 10 escuadrones, 10 compañías y la segunda batería montada del 2° regimiento, divididas en tres brigadas, que mandaban respectivamente los brigadieres Campuzano, Concha y Pastors, y el de caballería Fernández la fuerza de esta arma. El total numérico que arrojaban era de 30 jefes, 381 oficiales, 5,945 individuos de tropa y 735 caballos. Los cantones de estas tropas eran el Torrero, Casa Blanca, venta de Santa Ana o puente de la Muela, torre de los Mosquitos, castillo de la Aljafería, Cuarte, torres de Veri, de los Esculapios, de Jesús del Monte, de Bazata y del Francés; molinos de papel de Lasco, de San Juan y del Pilar; venta del puente Gallego, casa de los Batanes, ventas de Paniagua y del Tuerto, y vado y torre del Portil: la caballería de España en los caseríos de Molinos. No se trataba sólo de sitiar Zaragoza y dominarla, sino de hacer frente a los pequeños pronunciamientos que se efectuaban en algunos pueblos inmediatos; conservar la sumisión de otros y perseguir a varias partidas; así que parte de aquellas fuerzas estaban distribuidas en Calatayud, persiguiendo a los pronunciados en Añón, en la Almunia, en Jaca, en Huesca, en Monzón, en Cariñena, en Egea y en Mequinenza, y persiguiendo a Martell, que se había alejado de Alcañiz en mal estado e intentó regresar a Cataluña.

Escasas eran, en verdad, las fuerzas para tamaña empresa; pero inmediatamente las aumentó con dos obuses de a 24 que recibió de Madrid, y reclamó del capitán general del décimo distrito un tren de seis piezas de 16 y dos de 24, parque de ingenieros, sacos de tierra y fusiles; del comandante general de Lérida tres piezas de 16; del gobernador de Jaca 20,000 sacos más, y al mi­nistro de la Guerra otro tren de cuatro piezas de 16, dos de 24 y dos obuses del mismo calibre, con las dotaciones, servicio y personal correspondiente, y otras fuerzas.

A la vez que allegaba tales elementos para asegurar el éxito, enviaba un ayudante de campo a la ciudad, a entregar al ayuntamiento toda la correspondencia que estaba detenida, y que la administración de correos remitió con tal objeto al cuartel general.

El 7 se cambiaron los primeros tiros. Al hacerse, ya de día, la descubierta, rompieron de la ciudad fuego de fusilería, contestado por las avanzadas bloqueadoras. No pasó de esto: Concha revistó la caballería, que contestó a su alocución victoreando a la reina y al gobierno; adoptó algunas providencias para hacer más fácil la comunicación con el castillo de la Aljafería, y asegurarle, por los indicios de que intentaban los sitiados por medio de una mina apoderarse de él; se estableció una barca en el recodo que forma el Ebro frente de la torre de los Mosquitos, en cuyo paraje se reunieron varias barcas, se empezó a levantar un pequeño fuerte para protegerlas, y se tomaban cuantas disposiciones se creían convenientes para apurar a los bloqueados. Los que de estos se limitaban a sus propios esfuerzos, de los que esperaban más que de ajena ayuda, más pródiga generalmente de ofertas que de hechos, veían con inquietud lo que se les estrechaba, y llevados de su ardimiento querían salir a atacar la línea de bloqueo; pero no pensaban todos lo mismo, aun cuando en algunos puntos hubieran obtenido lisonjeros resultados. No entraba tampoco en el ánimo de muchos tomar la iniciativa en una hostilidad decidida; había elevados sentimientos, y hasta a los soldados que salían del hospital y no querían tomar parte con los pronunciados, se les permitía marchar a la línea bloqueadora. En ella se presentó una comisión de Alcañiz, ofreciendo su completa sumisión al gobierno. Desengaño grande fue este para Martell, que unido a Baquer, procedente de Zaragoza, se quedó en Aragón, marchó hacia los puertos de Beceite, por Valderrobres, y le persiguió el coronel Mendinueta. Repitióse, al hacerse las descubiertas del día 8, el fuego del anterior, pero tronó además el cañón, y salieron de la ciudad algunas fuerzas contra las guerrillas descubridoras. Concha comprendió entonces que había puntos débiles, particularmente en la izquierda del Ebro, que mandaba Campuzano con escasa fuerza, a pesar de la acertada colocación de los puestos, y apremió al gobierno para el envío de lo que tenía pedido.

Aún no se había dirigido Concha a los zaragozanos, y lo hizo al fin el 8, diciéndoles que, desde donde estaba, en cumplimiento de las órdenes del gobierno, descubría los gloriosos vestigios y recuerdos inmortales de la fiereza con que habían humillado las águilas vencedoras del capitán del siglo; que no se presentaba delante de ellos con el mismo designio que aquel extranjero, sino a poner término a sus males, no a destruirlos ni envilecerlos; que iba a preservarles de los maléficos intentos de algunos, que apoyados en el valor de los zaragozanos y abusando de su generosidad, pretendían derrocar las instituciones que regían; que iba a hacerles conocer que sus virtudes les destinaban a la defensa de una causa más justa, más nacional; que el nombre de Espartero, pronunciado por unos, el de junta central invocada después, significaban la anarquía y disolución, cuya calamidad pretendía alejar de ellos para evitar la destrucción de la libertad; que alejaran aquella bandera funesta, conocieran sus verdaderos intereses y que su causa fuera la de España toda, como lo mandaba el gobierno, lo reclamaba su bienestar y el deber y la patria la sumisión al gobierno, teniendo él para conseguirlo todos los medios y la firmeza que la situación demandaba, pero que le evitaran la dolorosa necesidad de emplearlos.

No veían seguramente los pronunciados en esta alocución ninguna palabra que pudiera convencerlos, y comprendiendo que las hostilidades comenzarían con fuerza, salieron algunos aquella misma noche a incendiar las barcas de la torre de los Mosquitos; acudió un destacamento de carabineros de la orilla izquierda y tuvieron que retirarse los zaragozanos, abandonando algunas camisas embreadas y otros efectos; sin que esto impidiera que a la madrugada intentaran otros apoderarse en ambos lados del Ebro de unas casas de las ocupadas en las líneas de bloqueo: acometieron valientes, envolvieron una de ellas, y el avance de dos com­pañías de cazadores les hicieron retroceder. En este día se sostuvo un ligero tiroteo por algunos parajes del recinto, en particular contra el castillo, donde una bala mató al oficial de Lérida que se hallaba de guardia, habiendo además varios heridos. Para estrechar más el bloqueo se ocuparon varias casas hacia la parte y bajo el fuego de fusil de San José, así como otras entre el castillo de la Aljafería y la torre de los Mosquitos; se puso un puesto en una tapia bastante cerca del recinto, a la derecha del camino real de Madrid; se mandaron construir blokaus o garitos en la izquierda del Ebro, y se llevó de Caspe y Alcañiz la artillería y efectos de guerra que en estos puntos había.

Los pronunciados no se descuidaban, aun cuando cometieron no pocos desaciertos, y conociendo lo que importaba propagar la insurrección por la provincia, y aun por todo Aragón, alentaron a Martell, se unieron a los restos de la partida de Díaz, destrozada en Jarque, algunos nacionales de Zaragoza y otros pueblos; se introdujeron en Añón, cuya posición y antiguas fortificaciones convidáronles a resistir al comandante Badals, que les bloqueó mientras recibía refuerzos de Calatayud y Tudela, que ya se necesitaban para apagar el incendio que se propagaba por aquella comarca, así como en la de Remolinos, Egea de los Caballeros y Velilla. Armaron las autoridades en Calatayud y la Almunia a unos 70 licenciados de cuerpos francos; no confiaron los bloqueados en Añón en el auxilio que pudieran recibir y se fugaron por la noche, no muy bien unidos, pues no suele dar cohesión el peli­gro y apuro; y como no se veían muy ayudados en cambio de verse perseguidos, cundió ese desaliento precursor de fatal término, que no fue bastante a impedirle la presentación de alguna nueva partida como la mandada por D. Joaquín Gil, que apareció por la parte de Collados y Castejón de Tornos, del partido de Calamocha, compuesta de carabineros, fusileros y nacionales. Casi toda la gente de Martell y Baquer se presentó a indulto en Tortosa, aprovechando la oportunidad del cumpleaños de la reina; fue aniquilada la de Ruiz en Viota, presentándose el resto en Alcora, no teniéndose ya que atender más que a Zaragoza; pero los grupos errantes que vagaban buscaban su salvación, y la partida carlista del Groe, que estaba en el Maestrazgo, no era temida entonces. Algún cuidado inspiró a Concha el ayuntamiento y milicia nacional de Quinto por sus relaciones con Zaragoza; pero envió al coronel Samperez con alguna fuerza, con cuya mitad pasó a Velilla a desarmar la milicia y arrestar a los que se correspondían con la ciudad.

Consecuencia del bloqueo establecido, prohibió Concha la en­trada en la ciudad a toda clase de personas, ganados, comestibles, géneros y efectos de cualquier especie; y en celebridad del cumpleaños de la reina hubo salvas, parada, sobre pluses, y en la misma orden general en que esto se disponía, ordenaba el art. 5° prender a toda persona que desde la plaza fuera a los cantones, y el 6° que los puestos avanzados hicieran fuego a la gente armada que saliera de Zaragoza y se presentara a tiro de fusil. La junta tenía prohibido salir de la plaza.

El 11 se estrechó más el bloqueo, ocupándose la torre de Irazoqui, a medio tiro de fusil de la puerta de San José: la quisieron recuperar los sitiados protegidos por el fuego de su artillería, pero fueron rechazados con pérdidas por una y otra parte. Por la izquierda de la línea, y por la parte del arrabal, hubo también algún fuego, por dirigir el suyo los pronunciados a molestar los trabajadores y puestos más avanzados.

La escasez de recursos era el mal de sitiados y sitiadores: a la vez que Concha decía al gobierno que apenas llegaban a 3,000 reales. los que existían en pagaduría, teniendo tantas atenciones y no habiéndose presentado postores para la contrata de subsistencias; la junta escribía a la de Barcelona en demanda de dinero y noti­cias, avisando que la población estaba decidida a defenderse hasta el último extremo. Tal era el propósito, y montaron todas las piezas útiles.

Concha, sin embargo, tenía detrás de si al gobierno, todos los poderes de la nación; la junta de Zaragoza se dirigía a otra que tenía las mismas necesidades; no contaba con otros auxilios; hasta el de la fuerza tenía sus límites, y las del ejército sitiador se aumentaba diariamente, organizándole Concha en cuatro brigadas al mando respectivo de los brigadieres González Campillo, León y Navarrete, Concha y Pastors, y la de la caballería al de don Teodoro Fernández, desempeñando además diferentes cargos Blaser, Sandoval, Santoyo, Carrera y otros.

El pronunciamiento de Zaragoza, el de Barcelona y los que le fueron simultáneos, no eran resultado de un plan general combinado, porque aún no se había formado la junta que al fin se constituyó en Madrid en Octubre bajo la presidencia de D. Alvaro Gómez Becerra. Había sufrido rudos golpes el partido progresista, era grande su fraccionamiento desde la coalición, y a esta junta sólo pertenecían entonces los no pronunciados en Julio, pero a poco se amplió, como veremos. El pronunciamiento de Zaragoza obedecía al sentimiento general del partido progresista, pero fue prematuro el obrar. La junta conocía su situación, mas no creía verse abandonada por sus amigos y correligionarios de fuera, y aunque ya había recibido algunos desengaños, y muy especialmente en el mismo Aragón, alimentaba esperanzas. Contrariaba mucho sus propósitos la estrechez del bloqueo, y solicitó el ayuntamiento del general mandar una comisión a Madrid a procurar el término de aquella situación, conferenciando con el gobierno; manifestó Concha tener poderes para tratar, y que estaba pronto a hacerlo con los individuos que nombrasen. Efectuóse la conferencia a las nueve de la mañana del 21 en Torrero, acordándose, como el principal objeto de ella, el poderse efectuar la vendimia, para lo que propuso sus bases la comisión de Zaragoza, que modificó el general limitando a mujeres y jóvenes que no pasaran de diez y seis años los que pudieran salir a vendimiar, excepto los aperadores o sobrestantes, carreteros, y conviniendo en la suspen­sión de hostilidades.

No accedían a esto gustosos los defensores de Zaragoza, por lo que los sitiadores avanzarían en sus trabajos y recibirían más refuerzos, y se propusieron no aceptar las modificaciones que hizo el general, y prescindían de la tregua, aun cuando les conviniera para conseguir ayudas, y aun esperar el resultado de la misión que llevó a Madrid el Sr. Laberon. No cesó el fuego de fusil y cañón; envió Cañedo un ayudante parlamentario a hacer observar la falta; no fue recibido; se dirigió en su vista una comisión al ayuntamiento, y en el acto se rompió el fuego por las baterías sitiadoras. El ayuntamiento contestó desentendiéndose del fuego hecho por la plaza, y diciendo no era posible la admisión de las bases propuestas, por lo que insistían en la pretensión de mandar a Madrid dos comisionados. El general respondió haciendo los debidos cargos por la conducta observada en la ciudad, que le había inducido a establecer ciertas restricciones en las bases convenidas, negándose otra vez a permitir la salida de la comisión para Madrid, porque veía la demostración de que en Zaragoza no sólo no había autoridades legitimas, sino que las mismas de la insurrección no eran obedecidas ni podían garantizar tratado alguno.

Continuó el fuego el 23, y por la noche envió el ayuntamiento al general la exposición que elevaba al gobierno, con las bases que proponía para su sumisión, y otra de los súbditos franceses que residían en la población, pidiendo un plazo para salir y poner en salvo sus personas e intereses. En cuanto a la primera, la envió Concha inmediatamente en posta a Madrid con un oficial, y a los extranjeros concedió los días 24 y 25, cuyo plazo suponía igual suspensión de hostilidad por la plaza. Observó esta la tregua, a excepción de dos cañonazos y varios disparos de fusil hechos en la ciudad, faltando a las órdenes dadas; pero no se repitió esta in­fracción de lo convenido.

Salieron los extranjeros y multitud de mujeres y niños, y el ayuntamiento pidió al general en jefe tuviese a bien ordenar se hiciese el fuego sólo contra las baterías, pues el día anterior habían caído granadas en conventos de religiosas, y alguna de aquellas desgració a niños de corta edad: el general respondió que abundaba en las mismas ideas filantrópicas que la municipalidad, y que así eran las prevenciones que tenía hechas, mandándoles, como una prueba, copia del parte dado en la noche anterior.

Otra comunicación del alcalde primero, a nombre de la milicia nacional, rogaba a S. E. tuviese a bien admitir una comisión de la misma, que deseaba una conferencia, que se celebró a las diez de la mañana del 25, dando por resultado, a las cinco horas de discusión, un armisticio, hasta que el gobierno decidiese acerca de las bases de acomodamiento que se le habían propuesto; que en el ínterin no podrían sitiados y sitiadores adelantar sus líneas, continuar ni verificar obra alguna de fortificación y defensa sobre las líneas respectivas a vanguardia ni a retaguardia;4y como el general en jefe, concediendo espontáneamente la vendimia, facilitaba los medios de examinar el cumplimiento de lo que le concernía en esta parte, quedaba a su vez autorizado para cerciorarse de que dentro de la plaza se cumplía tal base, mandando al efecto uno de sus subalternos, siempre que tuviese fundado motivo de duda.

Hallando Concha una ocasión propicia en que demostrar la generosidad y nobleza de sus sentimientos, y condoliéndose de la situación en que ponía a los labradores y vinateros la pérdida de la uva, permitió espontáneamente la vendimia, consintiendo la libre salida y entrada de Zaragoza de sol a sol a toda clase de personas que tuvieran que ocuparse en la recolección, siempre que lo verificasen sin armas de ninguna especie. También concedió nuevamente al hospital civil y casa de Misericordia el permiso de introducir 50 cabezas de ganado, y periódicamente una determinada cantidad de harina. Permitióse circular la gente por entre las líneas sitiadoras, y aun se soportaron algunas inconveniencias del Chorizo y de los que le acompañaban, manifestando después Concha al ayuntamiento, que si se repetían prendería a los que de palabra u obra ofendiesen a cualquier individuo del ejército.

Llegó de Madrid, en la mañana del 27, el comandante D. Manuel Mendoza, con la resolución del gobierno a la exposición del ayuntamiento; lo avisó al instante el general para que acudieran los comisionados de la municipalidad y de la milicia, que conferenciaron por la tarde con Concha; y como habían sido más eficaces para los zaragozanos sus generosas condescendencias que las bombas, quedaron aprobadas y firmadas las capitulaciones que debían canjearse y ratificarse en la mañana siguiente para entrar las tropas en la ciudad, si eran aceptadas, o proseguir el ataque.

Las bases propuestas al gobierno no podían menos de ser aceptadas, como lo fueron con insignificantes variaciones; pues hasta en el preámbulo de ellas consideraba el ayuntamiento que el grito alzado por la ciudad de Zaragoza para reorganizar el gobierno de la nación, cuando se dudaba de la reunión de las Cortes, no había sido secundado por las demás provincias, y que ya se hallaba reunida la representación del país para suplir el vacío de la ley fundamental y salir legalmente de la situación anómala en que se hallaba la nación, llenando el mismo objeto que aquel pueblo se proponía por medio de una junta central. Zaragoza, que en todas épocas había dado y quería ofrecer también entonces a la nación una nueva prueba de su hidalguía y honradez, cediendo a la voluntad de las mayorías, y haciendo ante las aras de la patria el noble sacrificio de su amor propio, para no perturbar el sosiego público y derramar más sangre española, había acordado terminar aquella situación bajo las bases que proponía.

1. El pueblo de Zaragoza abandona su actitud armada, reconociendo en las Cortes ya reunidas la facultad de resolver y fijar las cuestiones de principios que intentaba resolver por medio de una junta central, sometiéndose a sus decisiones como expresión de la voluntad general.

2. En su virtud establecerá la situación pública y normal de la ciudad al estado en que se hallaba el día 17 de Setiembre próximo pasado.

3. La milicia nacional conservará íntegra las armas que la confía la ley para Sostener como hasta aquí el orden y demás objetos de su instituto.

4. Los cuerpos creados durante el alzamiento quedarán disueltos, y sus armas y equipos depositados en los almacenes del Estado. Los paisanos de dichos cuerpos volverán a sus domicilios, y los individuos de tropa a los cuerpos a que pertenecieron, sin que nadie pueda ser perseguido por su unión a la bandera central. Los penados que a causa de sus leves condenas fueron armados y destinados al servicio del ejército, volverán a los establecimientos presidíales a cumplirlos.

5.Los señores jefes y oficiales recibirán su ilimitada, y obtendrán pasaportes para los puntos donde quieran fijar su domicilio.

6. El cuerpo de fusileros conservará su misma y actual organización.

7. No habiéndose concedido grados, empleos ni condecoraciones de ninguna clase por la junta, se conservarán solamente los que obtenían los que han permanecido en las diversas dependencias en el dia 17 de Setiembre.

8. Nadie será perseguido ni separado de su domicilio por las opiniones y compromisos que hubiese contraido y proclamado en este alzamiento, ya como personas públicas y como particulares, quedando tan garantida la seguridad de todos los individuos de la junta, ayuntamiento, jefes y clases armadas, como la del resto del vecindario.

9. La acción de los tribunales quedará siempre expedita para la persecución y castigo de los delitos comunes.

10. Será examinada la recaudación y distribución de los fondos, formando los competentes cargos a los ramos aplicados, y el correspondiente abono a los contribuyentes, sin que pueda hacerse cargo a los individuos de la junta y ayuntamiento por las cantidades debidamente invertidas para el sostenimiento de la situación creada por el pueblo,

11. Para la mejor reorganización del régimen municipal y provincial, se dispondrá la renovación total de la diputación y ayuntamiento de la capital, con arreglo A las leyes, continuando en el ínterin las actuales corporaciones.

12. Estas bases comprenderán igualmente á todos los demás puntos y personas del antiguo reino de Aragón que hubiesen secundado el movimiento de Zaragoza.

Zaragoza 23 de Octubre de 1843.—E. S.—Luis Franco y López.—León Alicante.—Mariano Latorre.—Justo Laripa.—Felipe Cantalorca,—Eugenio Legero, secretario del acuerdo del ayuntamiento.—José Marracó,—Manuel Lober.—José Padules,—Ildefonso Berél,—Manuel Atadreu.

Habían parecido bien a Concha, que más quería entrar como pacificador que como conquistador: las recomendó especialmente al gobierno, y este, en verdad, no hizo importantes modificaciones, pues conservaba las armas a la milicia nacional, se hacía un paréntesis de aquellos días, y volvía todo al ser y estado del 17 de Setiembre.

Concha impuso doce horas para la adopción de las estipulaciones que se enviaron ratificadas en la mañana del 28. Fue por la tarde el segundo cabo a hacerse cargo de la plaza y establecer los puestos necesarios, y a las cuatro hizo el general su entrada por la puerta de Santa Engracia al frente de las brigadas 3.a y 4.a, desembocando después Campuzano con la 1.a y 2.a en el Coso.

El resumen de las fuerzas sitiadoras de todas armas era de 40 jefes, 511 oficiales, 6,816 infantes y 672 caballos, con 47 piezas, de ellas 24 de batir de grueso calibre, habiendo hecho 778 disparos contra la plaza, que hizo algunos más desde sus 10 baterías con 27 piezas.

La ciudad estaba defendida por la milicia nacional, aunque de sus 4,000 hombres sólo tomaron parte unos 3,000; una compañía sagrada de 150 oficiales del ejército, dos compañías del provincial de Zaragoza, diversas partidas del mismo y del de Huesca, con otros individuos sueltos de diferentes cuerpos, habiéndose repar­tido armas a otros habitantes, pudiendo fijarse el total de la fuerza, dentro de Zaragoza, en unos 5,000 hombres. La pérdida de muertos y heridos, dentro y fuera, no llegó a 40 hombres.

El heroísmo de los zaragozanos no se amenguó sometiéndose a un general que antes de combatir les había vencido en generosidad; y tan celoso se mostró Concha en el cumplimiento de las bases, que temiendo el gobierno que la milicia fuese elemento de nuevas discordias, quiso reducirla a la impotencia, interpretando con arbitraria latitud el articulo referente a su reorganización, y Concha se opuso enérgico.

Si al enviarle el gobierno en reemplazo del poco acertado López Baños, trató de hacerlo de un jefe de bastante prestigio para sostener el espíritu de las tropas, de energía para dominar las complicaciones de aquella situación, y con la prudencia necesaria para emplear vigorosamente el rigor y la dignidad, acertado estuvo en la elección, y Concha con su conducta honró al gobierno que le eligió, quien a su vez le recompensó con la gran cruz de San Fernando, que tanto pudo lisonjear al joven general.

La junta de Zaragoza no se mostró menos dignamente, dimitiendo cuando conoció que debía terminar aquella situación, y no ser un obstáculo para la transacción propuesta por ella, de acuerdo con el ayuntamiento, cuando estuvieron plenamente convencidos de la inutilidad de los esfuerzos de los zaragozanos.

Las noticias que se recibían de Galicia alentaron a los que no se daban aún por vencidos; presentaron dificultades los oficiales del segundo batallón de la milicia para la reorganización acordada, y aunque hubo alguna alarma se disolvió el segundo batallón, se terminó todo pacíficamente, dirigiendo Concha el 7 —Noviembre— una proclama a los zaragozanos inspirándoles la debida confianza, y diciéndoles que, aunque disuelto ya el batallón expresado, pues ya habían entregado las armas, pudiera reorganizarse, a imitación de los demás.

Reemplazó a Concha el 15 de Noviembre el general Bretón, y marchó a Madrid con sentimiento de los que ya le conocían en Zaragoza, y conocían también al que le reemplazaba.

 

XV. PRONUNCIAMIENTOS CENTRALISTAS

En casi toda España se intentaron pronunciamientos, pero no había cohesión en los trabajos y no podía haber resultados; eran manifestaciones espontáneas del sentimiento liberal avanzado, hijas más bien del entusiasmo que de la cordura.

De la quinta se trató se trató de hacer pretexto en Valencia para el pronunciamiento, mas faltó decisión y fue preso y enviado a disposición del cónsul de su nación un famoso italiano que figuró en todos los motines, llamado Priamo di Raimundi.

El proyecto de pronunciamiento de Vinaroz quedó trastornado por las autoridades civil y militar de la provincia, y en algunos otros puntos de la misma sucedió lo propio: en este país y en todo el Maestrazgo, había más acción en el elemento carlista, como lo demostraba el Groe, Lacoba, etc.

También en Zamora supieron aprovecharse los carlistas de las circunstancias, y abusaron los liberales de su fuerza apaleando a algunos de aquellos, en lo cual no mostraban mucho liberalismo; y al culpar sólo a los absolutistas de algunos excesos, fue engañado el mismo gobierno, como lo demostró tristemente el ministro de la Gobernación en la circular que dirigió al jefe político.

Valladolid, que tan notable parte tomó en la coalición, consideró amenazadas de muerte las instituciones liberales y el trono, y su milicia nacional se dirigió a la del reino porque el común peligro les llamaba a la común defensa, y aclamaban la unión que era la fuerza, sino querían ser vencidos por los enemigos de la libertad.

En León, donde sí hizo muchos carlistas el obispo Abarca, había no pocos y decididos liberales y aun republicanos de valer, no siguieron a la coalición en Julio, teniendo que acudir de Zamora y Astorga para que se pronunciara contra el regente; y ahora la antigua corte de Castilla no fue de las últimas en aclamar la junta central y Cortes constituyentes. Exasperados los ánimos con las elecciones, llegó a León el provincial de su nombre, se le recibió con entusiasmo, se le obsequió con esplendidez, y la junta, compuesta de los Sres. Arriola, Moran, García, Luján y Valera, comenzaron a entenderse con el ayudante del provincial, Sr. Rubio. Llegó a apercibirse de algo el comandante general de la provincia, D. Modesto de la Torre, se aceleró el movimiento, y los mismos individuos de la junta fueron en busca de los tambores y cornetas de la milicia nacional; les obligaron a tocar generala, se opuso el alcalde, D. Mauricio González, pero cogió Lujan un tambor, aquel se retiró, acudieron al toque los nacionales al atrio de la catedral, donde se situó la junta y los entonces oficiales don Francisco Izquierdo y D. Francisco Osorio.

La Torre, en tanto, condujo a la tropa frente a los nacionales, la mandó avanzar, y en el acto, varios oficiales con el ayudante Rubio ordenaron a los soldados levantar las culatas e ir al encuentro de los nacionales, con quienes se abrazaron aclamando junta central, Cortes constituyentes y victoreando a Barcelona y Zara­goza. Se pasó en seguida a las casas consistoriales, donde se formó la junta de gobierno y otra de armamento y defensa. El mando de la milicia se confirió a D. Vicente Varela, y el de gobernador de la provincia a D. Luis Diaz Montes.

Organizóse enseguida una columna para apoderarse de Astorga, y se expidieron comisionados a Asturias, Galicia y provincias limítrofes; pero la antigua ciudad romana cerró las puertas, y la columna tuvo que regresar a León. Izquierdo tomó el mando de las tropas, acudieron nacionales de las inmediaciones y se aprestaron a defenderse. Acudió Senosiain de Valladolid con respetables fuerzas, se situó en el arrabal del puente de Castro, y al saberse en León se preparó una sorpresa, que se efectuó, conduciendo prisioneros a la ciudad varios oficiales de infantería y caballería. Al dia siguiente se presentó la batalla a las tropas de Senosiain, que hicieron retirar al agresor, aunque en buen orden y habiendo causado bajas.

Superior en fuerzas el representante del gobierno, cercó y cañoneó la ciudad, y después de la resistencia posible, el comandante Izquierdo y la mayor parte de los individuos de la junta de gobierno y de armamento y defensa, marcharon a Portugal y otros se ocultaron.

En Santander no pasaron los amagos de canciones y vivas, por algunos grupos que no hallaban dirección ni jefe; frustróse en Burgos, Ciudad Rodrigo, Segovia y otros puntos. En San Sebastián hubo deseos, y en Tolosa síntomas en la guarnición, que dieron lugar al arresto de 16 oficiales, conducidos a Vitoria. En Pam­plona aclamaron la junta central algunos sargentos y soldados de España, pero no les secundaron los paisanos; fue preso el instigador, y el coronel Capuzo y el general Clavería restablecieron la disciplina, momentáneamente interrumpida, fusilaron al sargento primero Lefler y se disolvió la milicia nacional.

El regimiento de Borbón, de guarnición en Trujíllo, contribuyó a sofocar el pronunciamiento que habían de efectuar algunos oficiales del mismo cuerpo, como ya se intentó en Mérida. Habia elementos en Extremadura, pero faltó dirección.

Alguna había en varios puntos de Andalucía, mas faltaba la cohesión que en otros países. En Sevilla hubo el 28 de Agosto conatos de sedición, se repitieron el 29, y no llegó a turbarse seriamente el orden hasta cerca de un mes después, el 24 de Setiembre, en que bastantes grupos, que fueron engrosando desde las primeras horas de la noche, victorearon a la junta central y gritaron a las armas; acudieron pocos a tomarlas, y el jefe político Sr. Muñoz Bueno, aunque considerado en connivencia con la sublevación, tuvo que ir a sofocarla, llevando a su lado al jefe de Estado Mayor Sr. Primo de Rivera: se desalojó fácilmente el café Turco y el Museo, se prendió a algunos, y a las doce de la noche la tranquilidad era completa.

Cádiz se aprestó a secundar el movimiento; no hubo la reserva debida, ni faltaron delatores; se prendió a algunos agentes, y se sofocó el pronunciamiento.

El de Córdoba estaba mejor preparado, mas faltó dirección y valor al ejecutarle; y sólo un hombre, el valiente coronel del provincial de Córdoba, D. Genaro de Quesada, acompañado de tres o cuatro oficiales y de otros tantos soldados, hizo frente y metió en orden a su insubordinada tropa y al paisanage, exponiendo su vida, pero logrando que los mismos soldados pronunciados se declarasen en contra, y costóle trabajo impedirles acometer a los grupos de paisanos armados, con los que momentos antes fraternizaran. Quesada prestó un gran servicio al gobierno, tanto más de apreciar, cuanto que otras autoridades ni con su deber cumplieron. Fue justo el ascenso de Quesada a coronel.

En Granada y Málaga hubo conatos de sedición, que no llegó a realizarse. Subsistentes los elementos, se pronunciaron después el 5 de Octubre, reuniéndose la milicia al toque de generala y empeñando el combate con las tropas, hasta que les fue otorgada la capitulación por el capitán general, y al anochecer depusieron las armas, restableciéndose la tranquilidad. Se desarmó a los nacionales del y 2° batallón, pues el 3° y 4º se pusieron de parte de las autoridades, y se prendió á Velo, Conder y Crook.

En Grazalema se tomó pretexto de la quinta; acudió fuerza armada, y abandonaron el pueblo los insurrectos.

Con el mismo pretexto se aclamó en Jerez la junta central; y bastó un paseo de la caballería para despejar los grupos. El 15 de Octubre, con motivo de las elecciones de diputados provinciales, hubo tiros y muertos de tropa y paisanos; mas la población permaneció tranquila.

Aprovechando en Almería la circunstancia de haberse ganado por los progresistas las elecciones y de hallarse en la capital los representantes de los distritos, se reunieron, proclamaron la jun­ta central, se nombró la provisional de la provincia, la reconoció y puso en posesión el ayuntamiento, anunciándolo por pregón, y la junta publicó un manifiesto justificando la necesidad de la junta central, que consideraba aquel alzamiento como complemento del 28 de Mayo, que quería paz basada en la fiel observancia de la Constitución del 37 y la reconciliación sincera fie todos los buenos españoles, aclamando a la reina constitucional y la independencia nacional.

El día 5 entró en Almería el teniente coronel D. Diego de los Ríos con la tropa de su mando, y volvió la población a la obediencia del gobierno.

No escasearon esfuerzos en otros puntos, y aun en los mismos en que habían sido sofocados los conatos de sublevación; pero ni tenían ya la fuerza e importancia que antes, aun cuando se sostuviera Barcelona y Gerona, y se presentara imponente la insurrección en Galicia, ni, como ya dijimos y ha podido verse demostrado, se obedecía a un pensamiento común, a un plan general, porque la junta que se acababa de constituir en Madrid no podía improvisar los planes, y harto hacia con lograr constituirse de una manera que pudiera dar resultados a su partido. Aquellos pronunciamientos en tanto número, aislados todos, eran patrióticos, sin duda, la expresión del sentir de un partido, la prueba de su fe, la demostración de su exceso de vida; pero muchos fueron cándidos y algunos inconvenientes.

La marina, por su parte, trabajaba también en la costa, des­truyendo pronunciamientos, donde no los estorbaba.

Pinzón, que mandaba el vapor Isabel II, fondeó al amanecer del 16 de Octubre en la bahía de Rosas, se apoderó del falucho guardacostas Velos y de las escampavías Santa María y Dos Hermanas, que estaban pronunciadas: detuvo la marinería, desarmó dichos buques, armó la tripulación del pailebot y del vapor, penetró en Rosas, reunió al ayuntamiento, nombró el nuevo, mandó entregar las armas a la milicia, recogiendo sólo nueve fusiles y cuarenta chuzos, pues se habían llevado el día anterior los demás; armó de nuevo el falucho y las escampavías, y dotando a estos buques con gente de su confianza, se retiró al anochecer a bordo dejando el pueblo tranquilo; marchó a Cadaqués, llevando a remolque sus barcos y la barquilla de carabineros, desembarcó para restablecer la autoridad del gobierno, que fue muy fácil, se nombró nuevo ayuntamiento, y no habiendo más armas que tres cañones de ocho y cuatro montados en la Torre, se recogieron a bordo del pailebot.

Sabedor de que el capitán y el segundo del Veloz, con cien hombres, intentaban apoderarse del Mal de Costado y Federico I, dos buques surtos en el puerto de la Selva, se dirigió Pinzón con sólo un vapor al pueblo, en el que desembarcó y su gente, al amanecer del 18; nombró ayuntamiento por ausencia del que había, siguió a Selva de Arriba en persecución de los fugitivos, pero se refugiaron en las montañas; hizo también en este pueblo nueva elección de ayuntamiento, armó la escampavía Federico I, regresó a Rosas, de donde salió el 20 con los buques menores para las islas Medas, gobernadas por los pronunciados; pero a poca distancia del fondeadero cargó horrorosamente el tiempo de N. N. E. y dispersó las embarcaciones, obligándolas a fondear en Palamós. Abonanzado el tiempo, se presentó ante las islas con el pailebot Cartagena independiente, intimó la rendición al gobernador de la fortaleza, y después de algunas conferencias capitularon, quedando prisioneros el gobernador, el segundo y un oficial, diez y nueve paisanos y tres artilleros del ejército. Había en el castillo 17 cañones de 24 y 12, dos morteros y un obús, todo de bronce y en excelente estado: de 500 á 600 fusiles, y abundante dotación de granadas, bombas, balas rasas, pólvora y pertrechos de guerra, volviendo Pinzón triunfante a Rosas, dándole el gobierno las gracias, que las merecía seguramente.

 

XVI. DECLARACION DEL GOBIERNO

Los acontecimientos reseñados y los que reseñaremos de Cataluña y Galicia, entrañaban bastante gravedad para que dejara de pensarse en los que habían sido fácilmente dominados, aun cuando se triunfara en ellos, y de preocupar los que todavía no estaban dominados; y el gobierno, en su virtud, se creyó en la necesidad de dirigirse a la nación para explicar la legalidad de su marcha y fijar el carácter de aquellos acontecimientos. Dijo que al ponerse al frente de los negocios públicos el 24 de Julio, se halló una situación creada y la misión de realizar el programa de 9 de Mayo, cuyo pensamiento culminante era la unión entre todos los espa­ñoles y entre todos los partidos colocados dentro del círculo legal, pues ninguno de por sí era bastante numeroso ni fuerte para dirigir y dominar por sí solo una situación; que el gobierno había procurado cumplir religiosamente con su encargo de conciliación y de justicia, dando participación en los destinos públicos a todos los españoles aptos y dignos, y si la balanza se había inclinado alguna vez a un lado, buscaba en otro la compensación restableciendo el equilibrio. Si a pesar de esto aún había ambiciones no satisfechas sirviendo de pretexto a nuevas agitaciones, no debía sacrificarse a ellas el reposo del país, ni prevalecer su voluntad sobre la de la nación: que en esta idea estaba contenida la resolución adoptada acerca de la instalación de la junta central, que calificaba de poder irregular; que se proponía dilatar la reunión de las Cámaras, cuando la necesidad primera era legalizar la situación creada, y los cuerpos colegisladores eran la junta más legal y más cumplida, considerando a los centralistas anticipadores de la desunión y de la lucha que se hacía ya sentir en algún punto.

Comprendiendo el gobierno que el eje de los sistemas representativos es el principio de las mayorías, fiel a esta máxima reunió, para decidir la cuestión de junta central, las exposiciones que se le habían dirigido por varias provincias, y halló ser muy pocas las que sostenían aquella idea, y muchas las que impugnaban y callaban; y si se decía que por algún individuo del gobierno se había prometido la formación de la junta central a la gubernativa de Barcelona, ni sus compañeros participaron de aquel compromiso, ni una provincia sola, cualquiera que fuese su importancia, tenía el derecho de imponerse a las demás: que la negativa del gobierno había irritado a algunos de los que abogaban por la central, y hécholes pasar de la exposición tranquila de una opinión respetable a la demostración violenta y criminal de la fuerza, hallando pretexto en algunos hechos porque había obligado pasar aal gobierno el poder de las circunstancias, en la impostura y en la calumnia, quejándose de que se le echara en cara haber violado la Constitución al formar el nuevo ayuntamiento y la diputación provincial de Madrid, al admitir la renuncia del tutor de S. M. y A. nombrando su reemplazo, y al mandar la renovación total del Senado, de cuyas medidas adoptaba la responsabilidad, de la que respondería a la representación del país; procura justificar tales hechos en la renuncia que había hecho el anterior ayuntamiento, en que si no se atuvo a la ley en la designación de los nuevos concejales fue por escoger un cuerpo de prestigio e importancia para dominar las circunstancias difíciles de la capital; que si admitió la renuncia del tutor y acordó su reemplazo, fue porque aquella se presentó como irrevocable, y era perentoria la custodia de las regias pupilas, y renovó totalmente el Senado, por entender que así se representaba y cumplía el pensamiento del pronunciamiento, que habría sido ineficaz de otro modo; que tenía que descollar sobre todos el sentimiento de la conservación, y había respetado todos los derechos de los ciudadanos, todas las opiniones, rechazando que se le supusiera dócil a extrañas influencias, de estar en inteligencia sobre proyectos de matrimonio de la reina, de abrigar una mira oculta en la declaración de su mayoría y de que se trasladara a las regias pupilas al real sitio de San Ildefonso, para realizar violentos viajes y enlaces: que si los descontentos pedían con las armas la junta central y Cortes constituyentes, era cuando iban a elegirse los diputados y senadores, y acababa de proclamarse la Constitución de 1837, cuya conservación era una de las bases del programa del gobierno y encargado este de cumplirlo; que si había en algunos miras de retrogradar, el gobierno les saldría al paso, porque el retroceso era imposible, así como frustraría los proyectos exagerados y desorganizadores, y los conatos de reacción en favor de personas condenadas por el voto público, reprimiendo y castigando sus tentativas; esforzándose a la vez para consolidar la unión, que debía ser la base de la paz actual y de la prosperidad futura; que el gobierno no tenía otro interés que el de la nación; que sus individuos deseaban dejar un puesto que aceptaron por necesidad y conservaban con hartas amarguras, considerándose, en tanto, intérpretes y ejecutores de la voluntad nacional, que harían prevalecer sobre los intereses privados que se desarrollaban, cuyo triunfo llevaría al caos a la nación; que era su primera necesidad atravesar aquella situación difícil y llegar a la reunión de las Cortes, con cuyo apoyo contaban para salvar la causa de la libertad, y con el de todos los hombres honrados, con el de los que se elevaban del miserable campo de las pasiones a la esfera del patriotismo, que reconocerían las miras de un gobierno incapaz de faltar a sus principios y de burlar la honrosa confianza que en él se había depositado. Firman López, Frías, Serrano, Caballero y Aillon.

 

XVII. PRELIMINARES DEL PRONUNCIAMIENTO DE BARCELONA

El pronunciamiento más importante fue el de Barcelona, del que sólo referiremos hechos, omitiendo, en obsequio de la brevedad, multitud de detalles, siquiera sean algunos notables.

En Agosto aún no estaba restablecida la tranquilidad en la capital del antiguo Principado, y el 13 grandes grupos, guiados por el Pescataire, victorearon por la Rambla la junta central, gritando mueras a los moderados y a Prim: al imponerse valiente el alcalde Sr. Soler y Matas, le dispararon inútilmente un pistoletazo, y se arrojó sobre el Pescataire quitándole la bandera que llevaba: hubo corridas, y el héroe popular se quedó solo.

El digno gobernador de Montjuich, D. Bernardo Echalecu, reconoció en este día al gobierno de la nación; cesó la junta obedeciendo el decreto de 1° de Agosto; dirigió el alcalde una alocución tranquilizadora a los barceloneses, y el capitán general Arbuthnot sendas proclamas a los nacionales de la provincia y a los habitantes de la capital, recomendando la obediencia al gobierno y anunciado que el ejército ayudaría a los ciudadanos pacíficos a conservar el orden.

Esta tranquilidad era aparente; los ánimos continuaban sobreexcitados; mediaron contestaciones entre el ayuntamiento y el capitán general sobre los sucesos del 15; volvió la junta a tomar el título de suprema; armó nuevamente el batallón de la Blusa, acuartelándolo en Atarazanas, de cuyo fuerte nombró gobernador a D. Francisco Torres y Riera, y Prim, nombrado por el gobierno gobernador militar de Barcelona, llegó a Molins de Rey con Milans y otros; se tomaron medidas belicosas, especialmente en la ciudadela, y Cataluña se vio de nuevo en estado de guerra: emigró gran parte de la población, se presentó Prim en la ciudadela, conferenció con el general y dirigió una proclama a los barceloneses, manifestándoles que tenía un derecho adquirido a que escuchasen la voz que en los campos de batalla, en las Cortes y en las revueltas políticas había tronado siempre en beneficio de la causa del pueblo, y que esa voz que no pudo acallar el poder del ex-regente, y que resonó en Reus, les decía ahora que cesaran en el empeño de querer forzar la voluntad de la nación entera; que se estaba en una era de regeneración que no podía efectuarse por medios violentos; que fueran a él los que hacía días le proclamaban unánimes su salvador, prometiéndoles no emplear otras armas que las de la razón; que le dijeran sus deseos, que apoyaría si estaban en armonía con los principios constitucionales que regían, y que con la fuerza, cuando las instituciones estaban consolidadas, sólo se lograba el despotismo, y permaneciendo en aquel estado violento, se arrastraría la patria a otra guerra civil; que habiendo jurado con la nación entera salvar el país y la reina, no se lograría si no abrazándose todos; y concluía victoreando a la reina, la Constitución y sus consecuencias más liberales; que esta era su divisa, y caer como el rayo sobre quienes quisieran nuevas disensiones.

Conociendo Prim que no se bastaba a sí mismo para dominar aquella situación, que no contaba con las grandes simpatías que antes, pues suele ser efímero el favor popular, promovió una reunión de varios miembros de la junta, diputados provinciales, concejales y comandantes de la milicia, que se celebró bajo su presidencia, y en la cual, después de una empeñada discusión, se acordó enviar a Madrid una comisión a demostrar al gobierno la necesidad de que se reuniese la junta central para evitar los peligros que amenazaban, en el que Barcelona estaba a cada instante; aun cuando en los pequeños motines que hubo por aquellos días, ni las autoridades ni los revolucionarios estuvieron a la altura de su posición. Durante aquella misma conferencia, el poder estaba dividido: los centralistas ocupaban las plazas de San Jaime y Atarazanas en actitud hostil; las tropas y el general la ciudadela.

Pudo dominarse por el pronto aquella crisis; dieron el 22 y 23 sendas alocuciones el jefe político, el capitán general y Prim, proclamando todos la tolerancia y unión; se admitió la renuncia de Arbuthnot y se encargó interinamente del mando D. Jacobo Gil de Aballe.

El 29 de Agosto se rasgaron las listas electorales, para estorbar las elecciones de diputados a Cortes, pues su reunión impedía la de la central.

El aniversario del de Setiembre se celebró con banquetes, en los que se pronunciaron calurosos discursos que exaltaron los ánimos. No se turbó la tranquilidad, pero esta era aparente; así que en breve la agitó la noticia de los sucesos de Zaragoza y el regreso a Barcelona del tercer batallón franco que debía disolverse. Prim intentó atraerse al batallón de la Blusa, pero a su arenga contestaron victoreando a la junta central: con sólo su ayudante Detenre marchó hádala plaza de Palacio, y conociendo la actitud de los que, apostados, encontró, les dijo: «¿Me esperáis a mí? Pues bien, aquí me tenéis. Si habéis creído que vertiendo mi sangre ha de salvarse la patria, hacedme fuego.» Su valiente serenidad le salvó la vida. Algunos tiros salieron de las filas de atrás, que mataron a un anciano.

Aquella noche penetró en Barcelona, por las brechas abiertas, el batallón de francos que mandaba Riera, apoderándose de la plaza de San Jaime, ayuntamiento, catedral y otros edificios fuertes, colocando gran número de cañones en diferentes puntos; al amanecer se tocó generala; repartióse con profusión un manifiesto a los liberales de la nación, una alocución de D. Juan Castells, recién llegado de Madrid, y una proclama del batallón que acababa de entrar en Barcelona: en todas se llamaba a las armas y se proclamaba la junta central.

Castells dijo en su proclama que había recorrido algunos puntos de España, oyendo en todas partes el eco del descontento, y visto que una reacción espantosa amenazaba de muerte el sistema constitucional; que en la corte sólo había descubierto la corrupción, la intriga, el soborno, y una tendencia rápida y marcada hacia el despotismo. Que para esto no se había derramado tanta sangre; que había que acudir a las armas para rechazar la reacción que amenazaba; que se viera los jefes a quienes se confiaba el mando del ejército y las eliminaciones que en él se hacían; que cuantos deseaban la libertad y el progreso y se hubiesen comprometido de buena fe a derribar la tiranía de Espartero, odiando toda idea reaccionaria, corrieran a las armas. Increpaba la conducta del gobierno y pedía se reuniera junta central o Cortes constituyentes.

La de los jefes, sargentos, cabos y soldados del batallón franco, acriminaba fuertemente a los ministros Serrano y López, censurando sus actos, llamaba a las armas a los españoles todos y proclamaba la junta central.

Diéronse otros manifiestos que publicó El Constitucional. Comandaba las fuerzas pronunciadas D. Francisco Riera.

Cuando en medio de esta confusión se reunieron las autoridades a conferenciar en la Casa-Lonja y se retiraron luego a la ciudadela, Prim pasó el último a caballo con sus ayudantes por entre la multitud gritadora, y saliendo una voz que dijo: «Lo que busca es la faja;» detúvose, miró tranquilo a aquella muchedum­bre embravecida, y arrojando el bastón exclamó:—«¡Pues lo queréis, sea! ¡La caja o la faja!» Espoleó al caballo, y no fue a encerrarse en la ciudadela, sino a Gracia.

 

XVIII. PROGRAMA DE LA JUNTA

La insurrección quedó dueña de Barcelona, se instaló una comisión popular interina, y convirtióse al dia siguiente en junta suprema provisional de la provincia, presidiéndola el ex-diputado Degollada, y su segundo el coronel D. Antonio Baiges, alma de ella por su carácter resuelto, gran corazón e imperturbable serenidad; cabeza bien organizada, militar hábil y belicoso, y acostumbrado a grandes vicisitudes, tan impávido estaba en medio de una revolución y en una batalla, como en una parada. Se ofició a los alcaldes de los pueblos para que secundasen el movimiento, manifestándoles que su solo objeto era salvar la Constitución, repetidas veces infringida por el gobierno de Madrid, que había desoído las justas y repetidas peticiones de varias provincias para la reunión de la junta central, condición sin la que no podía apellidarse tal gobierno; que para esto había contado con la cooperación de los ayuntamientos y milicia nacional, y que nombraran una junta provisional de partido, auxiliar de la de Barcelona. Dijo esta a los habitantes de la provincia el mismo día 3, que se había reunido por la voluntad del pueblo, ínterin se llamaba a los vocales de la creada en Junio; que corría peligro la causa de la libertad si se hubiese tardado algunos momentos más en dar el grito salvador de Constitución, Isabel II, independencia nacional y junta central; que malogrado el alzamiento de Junio por la traición más aleve de algunos españoles espúreos, que a la sombra de reconciliación de todos los partidos políticos, trabajaban para entregar la situación a los enemigos de la prosperidad y de la ley fundamental del Estado, no quedaba más recurso que un nuevo levantamiento que resolviera de una vez para siempre el gran problema de ser libres o esclavos, independientes o sujetos a extranjeras influencias; que la junta sostendría la situación que acababan de crear y secundarían las demás provincias de España, resueltas a no tolerar que una docena de traficantes políticos sin pudor, moralidad, ni fe dispusieran a su capricho de la suerte del país, y, entre tanto, permaneciesen fieles.

Decíase en el manifiesto a la nación que, peligrando la libertad, se restableció la junta suprema de gobierno por ser un deber y una necesidad; recuerda lo que hizo en Junio, las ofertas no cumplidas; expone la conducta del ministerio, y que para hacer frente a la crisis y dar la señal a las provincias, había vuelto a constituirse, y llamaba a las armas para que la bandera de la junta central fuera la que les llevase al combate, la que coronase la victoria, y la que asegurase para siempre los caros objetos de la Constitución, Isabel e independencia nacional.

El general Aballe bloqueó el puerto de Barcelona y ofició a los alcaldes del distrito dándoles cuenta de la insurrección, cuyas pretensiones decía que ignoraba aún; que había oído que tenía construida una bandera con lema de república; que ni el pueblo barcelonés ni la milicia habían tomado parte, y que si lo creían conveniente reunieran la de cada partido para ir con ella sobre la capital; «porque si el ejército se mezclase en estas cuestiones revolucionarias, le presentarían a la nación entera como tirano y agresor de sus conciudadanos.»

Prim, a quien dolía hacer armas contra sus paisanos, aún continuó en Gracia empleando, inútilmente, cuantos medios conciliatorios le sugería su buena voluntad.

El 3 se posesionó Riera de la Plaza de la Constitución; procuró atraerse a una gran parte de la milicia y pueblo, como lo consiguió, y D. Isidoro de Riera dirigió una proclama a los soldados del regimiento de la Constitución, invitándoles a desechar las intrigas de los enemigos; que el capitán general y el gobernador Prim no querían más que comprometerlos con el pueblo; que estaban rodeados de moderados; que Barcelona adoraba al ejército y no quería hostilizarle, sino asegurar su porvenir y el de la patria, para lo que el regimiento debía unir sus esfuerzos.

Y por último, habló la comisión popular a los catalanes, diciéndoles que «acaba de saber con el mayor asombro e indignación, que D. Juan Prim, ebrio seguramente de venganza y de rencoroso encono, había salido de la ciudad con el pérfido intento de llamar sobre Barcelona el odio de toda la provincia;» que los deseos de la comisión no eran otros que la instalación de la central; que Prim había tratado de sofocar las justas esperanzas del pueblo catalán y de los españoles todos, y que la comisión velaría porque se cumpliera el deseo general.

Las autoridades del gobierno publicaban a la vez sus proclamas, y el jefe político, Giber, decía el 2 a los barceloneses, que una fuerza armada desobediente, había entrado en la capital y apoderádose de la plaza de San Jaime, y que en tal actitud hostil no podían ser oídas sus pretensiones, reuniéndose en tanto las autoridades civiles y militares y jefes de la milicia para proveer a la seguridad del vecindario. 

Falto de fuerzas el jefe político para hacerse respetar, se trasladó a Gracia el mismo día 2 con las demás autoridades, lo que comunicó a los nacionales de la provincia, alentando su decisión y ofreciéndoles restablecer en breve el orden.

 

XIX. PRINCIPIAN LAS HOSTILIDADES

En esta actitud la junta, y habiendo ido Prim a Cataluña a hacer que imperase la autoridad del gobierno, la lucha era inminente, y comenzó el mismo día 3 por la tarde, al querer desembarcar fuerzas procedentes de Tarragona. El combate fue encarnizado; peleaban españoles, cuyo valor se enardecía con el ruido del cañón y la sangre que se derramaba. El valiente coronel Baiges tuvo la muerte de los héroes; su pérdida fue trascendental para la insurrección.

Prim se hizo dueño de la Barceloneta, y allegando continuos refuerzos podría penetrar en Barcelona por las mismas brechas abiertas por la junta, que empezó el derribo de las murallas.

La lucha, sin embargo, apenas cesaba un momento: unos y otros combatientes estaban enardecidos; se olvidaba la humanidad. Los once individuos que representaban al ayuntamiento, rogaron al capitán general cesara el fuego para intentar una avenencia, y aunque el general deseaba lo mismo se negó a suspenderle mientras continuase el de la plaza: estaba en lo justo, mas no pretendiendo que los concejales con el vecindario desarmasen a los sublevados y entregasen sus jefes a la autoridad militar. Inútiles las gestiones, no se pensó más que en vencer o morir: nombróse una junta de armamento y defensa, y la suprema aumentó el número de sus vocales.

Tan eficazmente trabajaron, no sólo en Barcelona sino fuera de ella, que fue efecto de su propaganda el pronunciamiento de Mataró, Gerona, Hostalrich, Olot y casi todo el Ampurdan.

El gobernador de Monjuich, Sr. Echalecu, que tan alto puso su nombre en anteriores sucesos, se negó a hacer fuego sobre Atarazanas, y le reemplazó el coronel D. Fernando Zayas, que empezó haciendo disparar bala rasa contra aquella fortaleza, cuyo gobernador Torres y Riera hizo bandera negra de su corbata.

El brigadier D. Narciso Ametller marchó desde Lérida a Barcelona con Martell y algunas fuerzas. Estaba indudablemente por los pronunciados; pero le hacían vacilar López y Serrano, con quienes seguía correspondencia: escribió á Prim desde Igualada, pidiéndole una entrevista; fue Prim a su encuentro en la mañana del 9; conferenciaron en San Feliú de Llobregat; trataron de terminar aquella situación sin derramar sangre; acordaron almorzar con los de la junta al día siguiente, para conseguir la avenencia que tanto deseaba el conde de Reus, y cuando conferenciaban los dos amigos, regresaron a Barcelona los comisionados de los centralistas que habían ido a Madrid: se exaltaron más los ánimos por llegar desahuciados; Prim volvió a Gracia y Ametller a Sans y a Barcelona, donde viendo la imposibilidad de avenencia con Prim, se unió resueltamente a los pronunciados, dispuesto a sepultarse entre las ruinas de la ciudad. El batallón de Zamora, que le había acompañado antes de entrar en la capital, se fue a la ciudadela a unirse con las tropas del gobierno, como lo hicieron algunas otras fuerzas, que no estorbaran a los centralistas, porque no contaban con bastantes pueblos de la provincia y áun de las demás de Cataluña, por obedecer unos á Prim y estar otros a la expectativa.

No faltó, sin embargo, Gerona, que nombró su junta, la que dio la comandancia general de la provincia a D. Francisco Batiera, coronel del provincial de Gerona. Dirigió el ayuntamiento una proclama para que no se cerrasen las tiendas; que se confiara en las autoridades, que velaban por los intereses y seguridad individual de todos, y se entregaran a sus negocios, «seguros de que si el día anterior una mano osada pudo mancharse con el crimen, no volverían a repetirse tales escenas» .

La junta de Barcelona consideró a Ametller buena adquisición, y le nombró mariscal de campo y capitán general del ejército y principado, declarando por otro decreto traidor a Prim. No lo era seguramente, porque ningún compromiso había contraído con la junta, y no se había separado del gobierno. Indignóse Prim de este acto, reunió a los jefes y oficiales a sus órdenes, se identifica­ron con su justo enojo, y se decidieron a no transigir.

Ametller aceptó el mando, no el empleo, y marchó con una columna al encuentro de Ballera, que salió también de Gerona con otra. Empezó bien la excursión del primero, que sorprendió e hizo prisioneros en San Andrés de Palomar a unos 50 oficiales y alguna tropa armada, cuya sorpresa no era la primera, pues en las salidas que efectuaban de la plaza ejecutaban tales aprehensiones, y en una expedición a Sarria prendieron a varios de los fugitivos de Barcelona, causando algunas víctimas y temiendo a su vez.

Ametller dejó pronunciado a San Andrés, se reunió en Mataró con Ballera, y juntos fueron a Badalona, pronunciándose a su paso Tordera, Calella, Canet, Arenys de Mar, Vilasá de baix y Vilasá de dalt.

Prim, en tanto, se aprestaba a operar desde Gracia, a donde llegó el nuevo capitán general, D. Miguel Araoz, con algunos refuerzos.

La tregua de estos días la aprovechó la junta de Barcelona para hacer mayor la defensa y allegar recursos y fuerzas. Siguiendo el funesto precedente establecido, dirigió una alocución al ejército, ofreciendo licencias absolutas a todos los sargentos, cabos y soldados de la quinta del 39 inclusive que se adhiriesen al pronunciamiento en el término de cuatro días; igual beneficio a los procedentes de las quintas del 40 y 41, concluidas que fuesen aquellas circunstancias y se hallase organizada la junta central, y los de la quinta del 42, dentro del término de un año en que lo fueren los de la anterior.

El 12 declaró la junta traidor a la patria, y que sería pasado por las armas el que las tomase contra la central, declarando inclusos en igual pena, los que esparciesen voces para alentar a los enemigos y desalentar a los pronunciados y a los que prestasen a aquellos, auxilios de cualquier especie.

Temiendo el sitio, del que empezó a hablarse, prohibió la junta la extracción de toda clase de víveres, de inmuebles, efectos y equipajes, y adoptó fuertes providencias al efecto, decretando que, en atención a que el ministerio habla faltado al programa que motivó el alzamiento de Junio, y se hallaba supeditado por una pandilla moderado-carlista, le destituía y declaraba nulos y de ningún valor ni efecto, todos los decretos y resoluciones que dictara desde aquella fecha en adelante, sujetando a revisión los actos anteriores, y a revalidación todos los nombramientos, grados y condecoraciones que hubiese concedido. No se podía faltar a la constante afición de destruir; el edificar era secundario.

 

XX. OPERACIONES

Las fuerzas que con insistencia pidió Prim al gobierno iban llegando, las organizaba, y dióle tiempo la marcha de Ametller a Mataró.

El nuevo capitán general no podía menos de dirigir su voz a los barceloneses antes de combatirlos, y a la vez que lo hizo a los soldados, dándose a conocer y recomendándoles continuaran tan subordinados como estaban, dijo a los catalanes: que su enseña era Constitución del 37, trono de Isabel II e independencia nacional; que la libertad no corría ningún riesgo; que las Cortes iban pronto a reunirse, que fueran todos españoles y no se provocaran conflictos que pudieran hacer perder lo mismo que todos invocaban; que se dieran a la reflexión y meditaran por la suerte de la capital, envidia por su industria del extranjero, y le evitarían la amarga pena de presentarse como guerrero, el que sólo envidiaba la gloria de pacificador. A la vez se declaró la provincia en estado de guerra, que aún no lo estaba, a pesar de los días en que se había peleado con tanto encarnizamiento.

Ordenóse a Prim que tomara inmediatamente la ofensiva: bloqueó a San Andrés de Palomar; dispuso Ametller al saberlo, que la brigada Martell construyese un puente de carros sobre el Basós para acudir en auxilio de la población, y al pasar el rio se vio atacado y obligado a repasarle, introduciéndose a la vez una parte de las fuerzas de Prim en San Andrés, contra el que rompió el fuego el 22. Esforzado el ataque, no lo fue menos la defensa; disputábase el terreno a palmos, se hizo tanto uso del fuego como de la bayoneta, y al fin triunfó Prim, haciendo unos 200 prisioneros. Entre los muchos muertos, se contó el coronal Sisch, ayudante de Prim, y heridos de gravedad Milans del Bosch y Galofre.

La pérdida de San Andrés fue funesta para Ametller, por la separación de algunas de sus tropas con sus jefes; Martell con unos 800 hombres tuvo que dirigirse al campo de Tarragona, para sublevarla, y Riera, con menos fuerza, intentó introducirse en Barcelona; pero rechazado y disperso perdió en la madrugada siguiente más de 200 hombres de los 600 que llevaba, cayendo también prisionero el mismo Riera con otros al dirigirse a Sabadell. Terrible golpe para los centralistas, que valió a Prim la faja de mariscal, que le regaló Serrano por tenerla puesta cuando recibió el parte.

Hacia la parte de Martorell, Montoria, secretario de la junta, quedó prisionero y dispersada su gente; Reus, cuyo pronunciamiento no fue temible, por ser sólo la declaración de algunos centralistas, se sometió al gobierno, y Ametller marchó hacia Gerona, persiguiéndole Prim, que atacó a Mataró, no menos bravamente defendida que San Andrés por tres batallones de la milicia y alguna fuerza del ejército y de carabineros, apoyados en buenas fortificaciones, cuya conquista costó mucha sangre, así como la de las casas, barricadas y conventos a que últimamente se vieron reducidos, atacándoles nuevas fuerzas de refresco, que les obligaron a rendirse. La mortandad fue grande por una y otra parte, y quedaron en poder de Prim 525 prisioneros, incluso el gobernador y presidente de la junta D. Ramón Herbella.

El vencedor, gran cruz de San Fernando por el anterior triun­fo, envió algunas fuerzas a someter el castillo de Hostalrich, y siguió contra Ametller, bloqueando Gerona el 29 de Setiembre.

Creyendo conveniente el gobierno mostrar más energía, declaró enemigos de la nación a cuantos tomaron parte en la rebelión de Barcelona y Zaragoza, a los que las promovieran, alentaran y sostuvieran, y a los que en algún otro punto se alzasen con cualquier pretexto, persiguiéndolos y castigándolos con arreglo a las leyes; autorizaba a los generales en jefe de los ejércitos y capitanes generales de los distritos a proceder breve y sumariamente con arreglo a ordenanza contra los jefes, oficiales, individuos del ejército y demás dependientes del ramo de guerra que hicieran causa común con los sublevados, considerando comprendidos a todos los individuos del ejército y dependientes del ramo de guerra que se encontraban sin autorización en cualquier sitio sublevado y no lo abandonaran, y aun continuando en él, aunque no tomaran parte en la sublevación, exceptuando a los empleados de almacenes, hospitales, parques y encargados de la custodia y conservación de efectos del gobierno y material de guerra de di­fícil trasporte, mientras fuesen respetados estos efectos.

No iban seguramente bien los negocios para los centralistas, aunque se pronunció Figueras y otros puntos; porque en Gerona había que obligar a la milicia a defender el pronunciamiento, y no habiendo allí el mayor entusiasmo, una de esas lamentables desgracias, harto frecuentes en aquella capital, vino a hacer más apurada su situación: desbordóse en la madrugada del 19 el rio Galigans; llevó en su feroz corriente casas y familias enteras, dejando asolada Ja plaza y barrios de San Pedro, y en pos de su curso miseria, luto y lágrimas, que mitigó en parte una suscrición general.

Hemos citado el pronunciamiento de Figueras, harto importante, y debemos consignar que hallándose allí el antiguo republicano Abdon Terradas, no podía menos de aprovechar aquellas circunstancias, y esta villa formó su junta y declaró en su programa de junta central, compuesta de representantes de las provincias, elegidos por todos los españoles sin excepción; gobierno provisional ejercido por dicha junta central hasta la inmediata convocación de una Asamblea Constituyente, e igualdad de derechos políticos entre todos los españoles para lo sucesivo, base in­dispensable para hacer efectiva la soberanía nacional.

«Nosotros, añadía la proclama de la junta, no invocamos este ni aquel sistema: ningún derecho nos asiste para imponer a los demás lo que a nosotros nos parece lo mejor. Dése la nación soberana las instituciones que más apetezca; elíjanse los jefes que la han de regir; resérvese la elección de todos sus funcionarios, y de este modo acabarán de una vez los partidos; pondráse un freno a los especuladores políticos; los aduladores y sostenedores de los tiranos se convertirán en servidores y sostenedores de la causa del pueblo, porque éste será entonces el supremo poder, y la felicidad de todos será el fruto de tamaña regeneración.»

Contando Araoz con fuerzas suficientes para tomar la ofensiva, la anunció el 18 intimando a la junta se rindiera a discreción; mediaron algunas contestaciones sin resultado; hubo el 21 dos horas de cañoneo y fusilería; arreció al día siguiente; al mismo tiempo se empeñaban fuera de Barcelona algunas escaramuzas, como la efectuada en San Cugat del Vallés, en la Bórdela y en otros puntos: el alcalde y vecinos de Martorell, cansados del hospedaje de los centralistas, que causaron algunas molestias, efectuaron un acto de arrojo y los echaron de la villa; y temiéndose en Igualada por el orden, la junta auxiliar del partido mandó que la persona que de palabra o hecho alterase la tranquilidad pública, o se presentara con gorra, blusa u otro distintivo de los que usaban los que en la capital se habían declarado contra el gobierno proclamado por la nación, sería preso y procesado en el término de seis horas para sufrir la pena que las leyes establecían, aplicable igualmente a los que se ocupasen en construir o vender aquellos distintivos pú­blica o secretamente, o los tuviesen en su poder: para evitar la introducción en la ciudad de los perturbadores, se obligó a todos los vecinos mayores de catorce años a proveerse de una papeleta de seguridad, y se ordenó que las tabernas se cerrasen a las siete de la tarde y los cafés a las nueve.

No menos fuertes medidas tuvo que adoptar la junta de Gerona para conservar a su favor el espíritu público, y sometía a una comisión militar como traidor a la patria al que conspirase contra el pronunciamiento, esparciera noticias alarmantes y propalara voces subversivas; al que procediendo de Barcelona no se presentase a tomar las armas, si era apto, o a contribuir con lo que la junta exigiera; el amo de casa que ocultara a alguno de estos, y consideraba como un deber de todo buen ciudadano la denuncia y sostenerla.

Ordenó la junta una requisa de 100 caballos, y el jefe político, D. Agustín Hidalgo, anunció el 29 desde Mataró, que procedería mancomunadamente contra los bienes de los individuos de la junta para reintegro de las cantidades que hubiesen exigido después de su circular del 9.

 

XXI.JURAMENTO Y ENTUSIASMO DE LOS CENTRALISTAS

Aunque los centralistas barceloneses iban quedando solos, ni temieron ni se desalentaron. Atendió la junta a las esposas e hijos de los nacionales y francos prisioneros, a que no faltase alimento a los ancianos y achacosos que de él carecían por falta de trabajo, y sabiendo que Araoz trataba de embarcar a los heridos del ejército, le ofició ofreciendo sus hospitales y asistencia para que no peligrase la vida de aquellos heridos en la travesía por mar, asegurando serían tratados con el mayor esmero, y concluida su curación podrían volver a sus filas. No creyó Araos necesario aceptar tan generosa oferta, y correspondió a ella diciendo que permitiría gustoso la entrada de las cosas precisas de que se careciese en la plaza, pasándole nota.

Otro proceder quería el gobierno se tuviese con los centralistas, en armonía con sus disposiciones, y reemplazó a Araoz el 21 con D. Laureano Sanz. Grave era esto para Barcelona, pero lo fue más la noticia de lo sucedido en Mataró; desaparecieron por temor, el gobernador de Atarazanas, Torres y Riera, el que enarboló días antes bandera negra, y el secretario de la junta Sr. Nogués; convocó ésta a todos los jefes y oficiales en el salón de San Jorge; les arengó el Sr. Degollada, manifestándoles valiente que la junta estaba resuelta á sepultarse entre las ruinas de la ciudad antes que ceder de su empeño; y preguntándoles si podía contar con ellos, contestaron unánimemente: hasta la muerte. El vicepresidente D. José María Bosch y Patzi, desenvainó entonces su espada, felicitó a los bravos, en cuyas venas ardía la libre sangre catalana, y añadió: «Compañeros: el que se sienta con valor para dar su vida por la libertad de la patria, cruce su espada con la mía, y juremos aquí todos luchar hasta vencer o morir por la santa causa que defendemos». Todos cruzaron sus espadas, prestaron fervorosos el juramento, y tan grandioso espectáculo terminó declarando traidores a Torres y Riera y a Nogués. Las bandas militares recorrieron las calles por la noche tocando himnos patrióticos, que enardecían el entusiasmo del inmenso gentío que las seguía victoreando a la libertad y a la junta.

No era aquella una de esas festivales en que se puede demostrar impunemente el entusiasmo patriótico; porque se llevaban días de pelea, aún les cercaba el enemigo y les apuntaban los cañones de la fuerte ciudadela y del temido Monjuich, de los amenazadores Fuerte Pió y el de D. Carlos; no celebraban un triunfo, sino una resolución heroica, después de una funesta derrota y terribles desengaños; allí no había más inspiración que la del valor, ni más sentimiento que la honra, ni más divisa que la libertad; allí se sentía, no se pensaba.

El ejército sitiador que presenció aquella procesión iluminada por la luz de las antorchas que llevaban los actores de ella, debió comprender que se las había con enemigos esforzados y resueltos.

Al prepararse Sanz a atacar, declaró la junta milicianos nacionales a todos los solteros y viudos sin hijos de diez y siete a cuarenta años de edad; formó con los penados por delitos leves una compañía de salvaguardias, y pidió a la junta de armamento y defensa 13 fusiles para tomar parte en la pelea sus individuos, y la contestó al enviárselos que, al confundirse belicosamente entre los valientes en el combate y el peligro, era la mayor garantía del triunfo de la santa causa de la libertad, y que con aquel paso inspiraban confianza a sus subordinados, convirtiéndose en corporación de héroes; confiaban en el triunfo, y que no sucumbiría Barcelona sino bajo las ruinas y el incendio, si los enemigos atacaran y penetraran en las trincheras, después de haber disputado el ter­reno palmo a palmo en medio de las llamas.

Todo era entusiasmo; todo valerosa decisión, cuando era ya inminente el peligro, cuando llegaba el momento de encarnizado, de feroz bregar, que parecían más bien desearle que temerle.

 

XXII. BOMBARDEO. ASALTO A LA C1UDADELA

La aurora del de Octubre la alumbró el fuego de las bien situadas baterías de Monjuich, Ciudadela, Fuerte-Pío y Don Carlos, disparando contra Atarazanas, baluartes del Mediodía, San Pedro y San Antonio y demás puntos, desde donde los centralistas contestaron con no menos horroroso cañoneo, que fue disminuyendo algo, por apagarse muchos fuegos y ser destrozadas las baterías improvisadas, impidiéndose con nuevos disparos su reconstrucción. Sauz sabia los puntos débiles de la plaza, porque además de habérsele presentado el gobernador de Atarazanas, algunos confidentes de la junta entregaban al general los pliegos que de aquella llevaban a diferentes personas y poblaciones.

Aunque se habia ordenado la salida de familias extranjeras, el 2 fué el cónsul francés al cuartel general pidiendo la suspensión del fuego. Se reprodujo este: en la mañana del 3 descubrió la plaza una nueva batería, contra la que dirigió Sauz sus fuegos para acallarla, consiguiéndolo en parte; y para evitar que los centralistas dirigieran proyectiles a Gracia, se enviaron algunas granadas a la plaza de San Jaime: no se quería bombardear la plaza, sino dirigir los fuegos contra las baterías y fuertes.

El peligro arreciaba; pero el entusiasmo no decaía: los que no peleaban recorrían las calles improvisando canciones

La junta se dirigió a los barceloneses diciéndoles que sin ninguna provocación habían hecho los enemigos más de 1,000 disparos de balas rasas, bombas y granadas en un día, creyendo introducir el desaliento; pero que se equivocaban, porque barrios enteros se habían presentado a sus respectivos alcaldes pidiendo armas, sin contar los muchos ciudadanos que las reclamaban diariamente a la junta, no pudiendo reprimir su indignación; que era inútil se pusiera a prueba su ardimiento, y se complacía de que no eran vanas promesas los solemnes juramentos hechos sobre los aceros, de sacrificarse en aras de la patria antes que sucumbir.

Los concejales, que permanecían en sus puestos, enviaron una protesta al capitán general, porque se reducía a escombros una ciudad que los nacionales admiraban y codiciaban los extranjeros; que no se la reducía así a la obediencia; que el bombardeo de 1842 minó por su base el gobierno de Espartero; que cada proyectil engendraba nuevos soldados, y la continuación del bombardeo, más destructor que el de 1842, daba nuevos bríos; que al decretarle el general sin hacer una intimación, sin enviar un recado de urbanidad siquiera, ni a las autoridades, ni a los representantes de las naciones extranjeras, había violado el derecho de gentes, saltando por todas las leyes divinas y humanas, y «dado un paso, después de mil pruebas de valor y heroísmo que forman el elogio de V. E., que la historia calificará indudablemente con los feos dictados de bárbaro y cobarde;....» y le hacían responsable de las desgracias causadas y que se causaren.

Sanz consideró esta atrevida protesta como hija del despecho; continuó el fuego, tuvieron que buscar más seguro asilo las juntas y el ayuntamiento; se concibió el temerario proyecto de asaltar la ciudadela, y al ejecutarlo una compañía suelta de voluntarios mandada por D. Juan Muns, otra de San Martin de Provensals y la de salvaguardias, guiadas todas por Bosch y otros vocales de la junta y de la de armamento, estando ya en el foso sin ser apercibidos, se encontraron con que las escalas eran cortas, a pesar de lo cual estuvieron dos horas buscando un sitio de la muralla de menos altura sin que se apercibiera el enemigo. Al fin ejecutaron el asalto al amanecer por la media luna de la Cordelería, y al coronar la muralla se vieron en una fortificación aislada, con un segundo foso que bajar y un nuevo asalto que intentar; pero en aquellos momentos se rompió una escala, cayendo con estrépito cuantos por ella subían; aclamóse intempestivamente a la junta central, alarmóse la guarnición, empeñóse cruenta lucha, y horrible en la estrechura de los fosos, y a pesar del fuego de fusilería y metralla pudieron retirarse los más, llevándose muchos heridos, incluso el valiente Bosch y Patzi, que falleció al día siguiente a la vez que la junta daba cuenta al público de lo sucedido, ofreciendo que aliviaría la suerte de las familias de las víctimas.

 

XXIII. INÚTILES SACRIFICIOS

El constante fuego de más de 30 piezas de artillería no había hecho adelantar un paso a los sitiadores, ni amenguar el heroismo de los sitiados, que se apresuraban a llenar los huecos de los defensores de los derruidos baluartes, cubiertos muchas veces de cadáveres, pero sin que faltaran a su lado los que conservaban enhiesto el pendón negro y rojo. Esto hizo a Sanz arreciar más de una vez en su empeño; las salvas del 10 de Octubre se hicieron con bala; en los días 20, 22, 23 y 24 se arrojaron sobre Barcelona más de 5,000 proyectiles, de los que 2,830 lo fueron ese último día, como si quisieran celebrar los días de los presidentes de ambas juntas, Degollada y Ferrater. Se producían algunos incendios, se lastimaban muchos edificios y se ocasionaban desgracias en mujeres y niños, por lo que apenas transitaba gente por las calles, y era verdaderamente lúgubre el aspecto de la ciudad.

Habíase instalado en Gracia una junta de armamento y defensa compuesta de los representantes de los partidos judiciales para reemplazar a la diputación provincial, y se dirigió a los habitantes de la provincia pidiendo su cooperación para acabar con los centralistas. Esto, y el ser Gracia el asilo de cuantos se marchaban de Barcelona, les tenía algo exasperados y enviaron algunos proyectiles a aquella población, que perturbaron no poco, y dieron lugar a que Sanz amenazara con arrojar bombas dentro de la ciudad si no cesaba el fuego contra pueblos indefensos como aquel, Sans y otros; la junta contestó con la bravura que en todo mostraba.

Tanta resolución merecía algún respeto, y Sanz deseaba obtener, más que por la fuerza, por la persuasión o por la convicción, el convencimiento de los sitiados de que no podían triunfar, y aunque este ya le iban teniendo, que comprendieran la esterilidad de su heroico sacrificio; y como no era él rigor la mejor arma para vencerlos, se respetaba la vida de Riera y demás prisioneros; se procuró no dirigir bombas a la población, limitándose con más o menos exactitud a contestar a los fuegos de la plaza, si bien haciendo los sitiadores tres disparos por uno; y al saber que fabricaban moneda, dirigieron sus proyectiles huecos a destruir el artefacto, como los dirigieron también a la plaza de San Jaime por los disparos que se hacían a Gracia.

El 28 de Octubre iban ya cincuenta y seis días de fuego sin el menor desaliento en los sitiados que, a pesar de la estrechez del bloqueo, efectuaban salidas con más o menos éxito; todo inútil: la situación de los centralistas era cada vez más apurada; la de Barcelona cada día más triste. Nada podían esperar ya de Ametller ni de Martell, y vieron a los sitiadores saludar la rendición de Zaragoza, que lo hicieron con salvas sin bala, repique de campanas y tocando las músicas himnos patrióticos. Empezó a pensarse en transigir, y se comisionó el 5 por la junta al Sr. Montau, redactor que había sido de El Constitucional, para negociar con el general Sanz la conclusión de tanto desastre.

 

XXIV. GERONA, AMETLLER. Y PRIM

Ametller había sido una grande esperanza para los barceloneses; pero cuando para esquivar terribles golpes tuvo que fraccionar su gente, no pudiendo conseguir en la provincia de Gerona lo que se había propuesto, viendo bloqueada aquella capital y él sin acción, decayó su prestigio y su autoridad fue nula.

Persiguiéndole Prim bloqueó Gerona el 29 de Setiembre, atacó el 2 de Octubre la posición inmediata de Santa Eugenia, se apoderó de ella, se dirigió a Figueras, donde entró, y negándose el gobernador a abrirle las puertas, volvió hacia Gerona, fue estrechando a Ametller, accedió a la suspensión de hostilidades que este le pidió, siguió Prim formalizando el sitio, concedió la salida de las mujeres, niños y ancianos, y revocó la orden al ver que de la plaza no permitían salir a los que más lo deseaban, por quedarlos por rehenes.

Acercábase el momento de obrar, y reconociendo Prim los fuertes de la plaza desde un punto avanzado, dio una bala de cañón a sus pies y le cubrió de polvo: corrieron hacia él sus ayudantes creyéndole muerto, y le vieron dirigiendo tranquilamente su anteojo a la plaza: instáronle para que se retirase, y permaneció siendo blanco de la artillería enemiga, llegando a faltarle por cinco veces el terreno que pisaba.

Rompiéronse las hostilidades, y después de dos días de cañoneo, Prim y Ametller acordaron el 18 una suspensión, y se convino que el segundo enviase algunos oficiales a Barcelona y Figueras a conocer la situación de unos y otros contendientes: amplió Prim la suspensión; llegaron los comisionados, que no pudieron penetrar en la plaza ni conferenciar con Degollada aun cuando le escribieron para que saliera a campo neutral, lo cual no era tan fácil como haber dejado penetrar a los comisionados; y al volver estos a Gerona el 22, iban convencidos de que su bandera había sucumbido. Después de oírlos Arnetller, pidió veinticuatro horas de término para decidir, y una prórroga de dos más después, mediando a su cumplimiento parlamentos y negociaciones, y con los castillos de Figueras y Holstalrich, que albergaba, el primero a Martell y a Terradas, que querían resistir: prevaleció su opinión, volvió el cañoneo en la tarde del 25, se apoderó Prim del arrabal de Pedret, continuó el fuego el 26, salió Martell en tanto del castillo de Figueras con una columna a reclutar gente para inquietar a los sitiadores de Gerona, repetía estas salidas, pero el país respondía débilmente; no se evitó se estrechara cada vez más el sitio, y cuando se mandó abrir brecha y se adoptaban disposiciones para el asalto, pidióse capitulación, estipulándose, en la que se firmó el 7 de Noviembre, que Ametller saldría libremente con la guarnición de Gerona para Figueras, donde a los cinco días habría de realizarse la capitulación definitiva, redactada sobre las bases de la de Zaragoza. El castillo de Holstalrich debía entregarse inmediatamente a las tropas del gobierno, y se enviaban a Barcelona los dos oficiales que fueron anteriormente para dar cuenta a junta de lo pactado.

Para la entrega de Figueras se presentaron dificultades sobre la interpretación de las bases, por haber pasado el Fluviá un batallón de Prim, lo cual indujo a Ametller a declarar el 13 desde Figueras que quedaba nulo el tratado. Prim, desde su cuartel general de Vilafant, calificó de innoble la conducta de Ametller, considerando hollada la estipulación que firmó; denunció saqueos y asesinatos, declaró traidores a la reina y al Estado, y forajidos a los que se hallaban en el fuerte de San Fernando de Figueras capitaneados por Ametller y a los que les auxiliaran, apoyaran o tuvieran relaciones con ellos, aplicando a todos las penas que marcaban las leyes; estableció el bloqueo del castillo, declaró que fusilaría a los espías de cualquiera sexo, edad o condición, y disolvió la milicia de Figueras.

Fuertes en el castillo los restos centralistas, resistieron enér­gicos; y al celebrarse en la villa el 21 con músicas y campaneo la rendición de Barcelona, los del castillo contestaron disparando con bala rasa. O les impulsaba la desesperación, o no se comprende tal proceder; porque si, como se ha dicho, resistiría Ametller hasta recibir órdenes del infante D. Francisco, interesado en la boda de uno de sus hijos con la reina, no era solamente de los centralistas de los que podía esperar conseguir su objeto.

 

XXV. RENDICION DE BARCELONA

Barcelona se había ya rendido. Después de la conferencia del Sr. Montau, se comisionó a los Sres. Soler y Matas y Ronquillo, y a las diez de la noche del 11 de Noviembre acordó el general la capitulación de la plaza, y mientras se convenian las bases se suspendieron las hostilidades por cuarenta y ocho horas. Pasaron estas sin resultado, porque los intransigentes de Barcelona se negaban a todo armisticio, gritando la multitud por plazas y calles: ¡Nada de capitulación! ¡Mueran los pasteleros! ¡Viva la junta central! Y volvió a tronar el cañón.

Había cambiado mucho el aspecto de Barcelona: estaba sola en su empeño; era inútil su sacrificio, y al entusiasmo sucedió el desaliento, a la alegría la tristeza; no existía aquella unión de voluntades que daba tanta fuerza; corrió la voz de que iba a ser bombardeada la ciudad, y como si se presintiera ya la anarquía, comenzaron a cometerse algunos robos y desmanes. En esta situación, los cañonazos que saludaron con gran estrépito el alba del 15 de Noviembre, asustaron a unos y aterraron a otros, creyendo llegado el fatal momento; pero a poco les participó el capitán general que las Cortes habían declarado mayor de edad a la reina, que había jurado ante las Cortes, y que S. M. le enviaba un extraordinario para manifestar a las autoridades y habitantes de Barcelona, que deseando su maternal corazón inaugurar los actos de su poder de una manera suave y benéfica, consolando las familias a quienes afligía la extraviada conducta de los que sostienen todavía las quiméricas ideas que proclamó la anarquía, le autorizaba para llamar a la obediencia a los extraviados, haciéndoles las concesiones que confiaba a su criterio, y le prevenía indicase las bases del convenio que juzgase razonables para la pronta sumisión de la ciudad; y existiendo ya en Barcelona el expresado documento, esperaba el recibo del escrito para elevarlo a conocimiento del gobierno.

Dio la junta publicidad al oficio del capitán general, y comisionó a D. Pedro Oliva, cónsul de Grecia y encargado accidentalmente de los demás consulados para negociar con el general, reuniendo a la vez comisiones de la fuerza armada, junta y ayuntamiento para deliberar. Hizose con cordura y patriotismo; no se mostró desaliento, hubo conferencias con la autoridad militar; que para mayor facilidad y brevedad se trasladó de Gracia a la ciudadela, e hizo algunas concesiones de política y de conveniencia pública, por no volver a usar de la fuerza y entrar en Barcelona como pacificador, no corno conquistador.

Decía la junta al capitán general el 17, que la bandera procla­mada en Barcelona era la misma que abrazó y juró sostener el ministro universal D. Francisco Serrano, y en ella estaba inscrito el lema de unión de todos los españoles, y bajo este concepto no podían ser considerados como rebeldes los valientes defensores de aquella rica capital; y al tratarse de un acomodamiento, debían mediar los pactos que se hacen a hombres libres, que profesan principios fijos, que los abrazan por convicción y los defienden con heroísmo que los defensores de la ciudad, sin querer indagar las causas de que la bandera de junta central no ondease triunfante en todas las provincias de España, respetarían el hecho, y sin pretender dar la ley a las demás, recibirían y obedecerían al gobierno que el resto de la nación hubiese recibido y obedeciese; que la declaración de la mayoría era un hecho importante, y sin que los defensores de Barcelona entraran en cuestiones de derecho, lo recibirían como un hecho consumado, sin acordarse de otra cosa que de la que había sido declarada mayor de edad antes del tiempo que prescribe la Constitución, era la reina de las Españas, que pensaba inaugurar su reinado abrigando bajo su manto a todos los españoles; que los defensores de la ciudad podrían, sin faltar a su honor, prestarse a un tratado razonable, conveniente a su dignidad, estando si no, resueltos a envolverse en las ruinas de la segunda capital de España; que teniendo el general facultades, y siendo la junta la única autoridad que acataban y reconocían, proponían pasasen cinco comisionados para tratar del convenio. Accedió el general, y el mismo día 18, que conferenció con los comisionados, se ajustaron las bases de la capitulación. No las aceptaron algunos intransigentes; se pidió una modificación a que se negó Sanz; envió un ultimátum amenazando romper las hostilidades al amanecer del 20, si antes de las doce de la noche anterior no quedaba concluido el convenio, no admitiendo después proposición ni parlamento alguno; causó esta advertencia acaloradas discusiones, y venciendo los que preferían una capitulación honrosa a una desesperada resistencia, pasaron a las diez a la ciudadela los señores Riusy Rossell, Vert, Montoto, Pratsy Costa, y ajustaron un convenio que a todos honraba. No había en él vencedores ni vencidos; y como en una y otra parte no había dejado de ser aclamada la reina, en las bases convenidas en el día de su santo resaltaba la generosidad y nobleza del general, pues hasta se consignó que las tropas no entraban en Barcelona hostilmente, sino deseando estrechar a sus hermanos; y después de haber defendido juntos la Constitución y la reina en la lucha de siete años, anhelaban vivamente un olvido del pasado.

No faltaron díscolos e intransigentes que rechazaron aquel convenio, clamando contra la junta, que publicó una proclama recordando lo que había hecho, sus fundados temores de lo que otros intentaban hacer, ocultando con la máscara del patriotismo sus instintos vandálicos, y que se retiraba de la escena aconsejando se acogieran todos pronto a tan honrosa capitulación.

Aquella junta que mostró tanta resolución y heroísmo se vio perseguida; tuvieron que acogerse algunos individuos á pabellón extraño, y embarcarse después con los de la de armamento y defensa y otras personas que se consideraban comprometidas, en un vapor francés para Marsella.

Efectuó Sanz su entrada en Barcelona el 20; revistó sus fuer­zas y las que guarnecían la plaza; se permitió la libre entrada en la ciudad, observándose para la salida las reglas marcadas por las leyes; se dieron otras disposiciones para el mejor cumplimiento del convenio, y como nunca faltan díscolos y extraviados, fanáti­cos unos, e inconscientes instrumentos otros de malas pasiones, victorearon a la junta central y quisieron renovar deplorables escenas; pero se sofocaron inmediatamente aquellos intentos, se ordenó el desarme de la milicia en el término de seis horas, anunciando se infringía el convenio, conminando con ser pasados por las armas al que en dicho, tiempo no las entregase, así como las municiones, etc. Todos cumplieron.

No se respetaba tampoco la capitulación, disolviendo las corporaciones populares y nombrando otras provinciales, aun cuando compuestas de dignísimas personas.

La diputación interina se dirigió el mismo 21 a los habitantes de la provincia, felicitándoles por la ocupación de la capital por las tropas del gobierno, esperando que no sería estéril la lección recibida, cuyas consecuencias se debían reparar; que todos los buenos patricios secundarían sus esfuerzos para el afianzamiento de la paz y de las garantías individuales; que no fuera ilusorio el imperio de la ley, y que volvieran los barceloneses a sus tareas, seguros de la protección de las autoridades, para que el reinado de Isabel II lo fuese de paz y prosperidad.

El ayuntamiento provisional anunció su instalación, alzando la enseña de paz y conciliación aclamada en Mayo y Junio, a la que deseaba se agruparan todos; protestaba que no había sido Barcelona la autora sino la víctima de las desgracias pasadas, porque toda se había lanzado fuera, y que regresaba para que fuera la ciudad lo que siempre había sido, centro de civilización y de cultura; olvidar lo pasado, que todos auxiliasen a la corporación municipal en sus patrióticos propósitos para el mejor gobierno interior de la ciudad, y que cuando les designaran como anhelaban sus sucesores, pudiera decirse que habían merecido bien de sus conciudadanos.

También el jefe político recomendó a los barceloneses la reconciliación y unión, y que volviera cada uno a sus ocupaciones; y el capitán general, que no podía menos de justificar sus últimas determinaciones, dijo a los mismos el 23, que cuando el 20 entró en la ciudad les anunció que su misión era de paz, pues de­seaba su felicidad; que unidos todos los españoles fundasen una amistad fraternal para que empezase a florecer la nación, y se conociese el reinado venturoso de Isabel II; que amante de la industriosa Barcelona, procuró preservarla de los rigores de la guerra, y acordó a los obcecados que la defendían un convenio honroso y un olvido general de lo pasado, figurándose que aceptándolo, como lo hicieron, habría exactitud en el cumplimiento; pero que un puñado de hombres detestables quisieron originar su ruina; que el art. 3° del convenio nada fue para ellos, porque ni un sólo armamento de los cuerpos francos le entregaron, y menos cuidaron de que se le presentasen para recibir las licencias estipuladas; que tampoco cumplieron el articulo 8°, que ordenaba la formación de un depósito de los presidiarios hasta la resolución de S. M., y lejos de cumplirlo, embebieron estos y los francos en las filas de la milicia nacional, anulando esta bella institución y llenando de baldón y de infamia a las filas beneméritas de la patria; que anheloso de enmendar este error e impulsar el cumplimiento reciproco de la estipulación, llamó a lo jefes de la milicia, les indicó su desagrado por haber abrigado en sus filas a unos criminales, y les ordenó en vano presentasen relaciones de ellos; que suponía no podría haber español tan desnaturalizado que se complaciese en fomentar la destrucción de su patria, engañando a la muchedumbre, amenazando la tranquilidad pública, dirigiendo grupos armados de la milicia nacional sobre el barrio de Gracia, donde se dieron vivas a la junta central, renovándose la escena por la noche en la plaza del Rey, donde tuvo que presentarse para arrestarlos y castigarlos ejemplarmente; que el desarme de la milicia era para depurarla y organizaría con arreglo a las leyes cuando fuese conveniente; que nada omitiría para cimentar el orden, la paz y la felicidad pública; que desgraciado de aquel que quebrantase las leyes o intentase perturbarlas; la perpetración del delito y la ejecución del castigo serian simultáneas; que los catalanes de todos los matices políticos olvidasen la divergencia de sus opiniones pasadas, recordando que eran españoles, y que sin. unión la industria perecía, las artes se aniquilaban, y que las fortunas terminaban; que toda su ambición se fundaba en su tranquilidad presente y futura, estando dispuesto a nada omitir para consolidarla haciendo castigar en el acto a todo el que procurase alterarla.

Durante el asedio se arrojaron a la ciudad sobre 14,000 proyectiles, los cuales y el fuego de fusilería produjeron unos 340 muertos y pocos más heridos.

Del estado de ingresos y gastos publicado por el Tesorero de la junta D. Vicente Soler, resulta que desde el 2 de Setiembre al 20 de Noviembre en que fue ocupada la plaza, ingresaron en la Tesorería de la junta, por los diferentes conceptos que se expresan…..4.355,821 reales. Y se gastaron 4.355,516. Resultando un saldo contra la caja de 304.

Mr. Lesseps, que en 1841 se interesó tanto por los barceloneses, y tan activo y humanitario se mostró para aminorar los estragos del sitio, lo cual le valió tantos aplausos y recompensas, en esta ocasión so retiró a la Barceloneta, y apenas tuvo una palabra en favor de la humanidad: ¿qué extraño, pues, se crea que en 1842 servía al gobierno de Luis Felipe, favoreciendo la causa de la insurrección contra Espartero, y ahora prestaba el mismo servicio ayudando al gobierno?

En cambio a D. Pedro Oliva, cónsul de Grecia, como español y amante de la humanidad, tuvo esta y los barceloneses mucho que agradecerle.

 

XXVI. SITIO Y RENDICION DE FIGÜERAS

La rendición de Figueras importaba y urgía, y para conseguirlo más en breve, Sanz, acompañado del jefe de estado mayor Lasauca, se embarcó en Barcelona, llegó el 1de Diciembre a aquella villa, asentada en deliciosa llanura entre los ríos Muga y Manol, a la falda de una eminencia, sobre la cual está el castillo de San Fernando; activó los trabajos de sitio, intimó la rendición, mediaron tratos y conferencias, y de resultas de la efectuada en la tarde del 4 entre Ametller y Sanz, en la carretera del castillo, que duró hora y media, se suspendieron las hostilidades; pero exigiendo los sitiados la conservación de los empleos, grados y condecoraciones concedidas por la junta, colocándoles en sus respectivos destinos, mediante la aprobación de S. M.; que la milicia nacional de Figueras conservaría sus armas sin estar sujeta a reorganización bajo pretexto alguno: incomodaron al general tales exigencias, regresó el 6 a Barcelona, y volvieron a romperse las hostilidades, tronando el canon, produciendo nuevas víctimas y especialmente ruinas, siendo muchas las casas destruidas en el horroroso fuego que hizo la plaza sobre la villa el 8 y 9 —Diciembre.

Acudieron más fuerzas de Barcelona, hizo Prim ir a Figueras la familia de Ametller y de muchos de los que con él estaban, con objeto de contener a los que bombardeaban la población; temiendo tanto más los de la villa, cuanto que Ametller al recibir reparos de Sanz a algunas de las adiciones y modificaciones a los proyectos de convenio que habían mediado, manifestó que dichos reparos y la amenaza firme de que si a las siete de la mañana del 6 no obtenía contestación de adherirse clara y terminante al convenio, quedaba anulada la negociación, y rotas para siempre las hostilidades, había causado en su ánimo la indignación que hace en el pecho de los libres el ver que quiere sujetárseles a un acto que por sus circunstancias es humillante y deshonroso. “Antes de suscribir a él, sabrán perecer entre las ruinas de esta fortaleza todos los valientes que la defienden. Ruja, pues, el cañón, ya que se niega V. a conceder lo que justamente se reclama, por quienes en vez de delinquir llenaron un deber sagrado para con la causa de la libertad. Esto supuesto, si antes de las siete de la mañana del dia 6 que V. mismo fija, no me manifiesta hallarse dispuesto á modificar los citados reparos, quedarán rotas las hostilidades, pues el guante que con arrogancia arroja V. ha sido recogido con la serenidad que distingue a los hombres esforzados. Dios guarde a V. muchos años.—San Fernando de Figueras 5 de Diciembre de 1843, a las doce de la noche.—Narciso de Ametller. —Al jefe de las fuerzas del bloqueo de esta fortaleza”.

A la una de la noche le recibió Sanz, y contestó a las dos serle en extremo sensible que no fuera compatible con sus deberes la concesión de los artículos 2.°, 4.°, 6.° y 14.° del convenio que le remitió, no pudiéndose comprometer a otra cosa respecto al 2.° y 6.°, que contribuir con toda su influencia a que la benignidad de S. M. ampliara las concesiones que él tenía hechas. «Por lo que respecta al artículo 4.°, V. mismo conoce que no me sería posible acceder a él sin comprometer la tranquilidad pública, que a cualquiera costa estoy dispuesto a conservar. Resta el artículo 14.º que no es posible conceder como está redactado sin dar lugar a monopolios que deseo evitar; admito sí el que V. me dé una relación de los pueblos que hayan adelantado o satisfecho pagos por orden de la junta o al gobierno de sus delegados, cuyos pueblos, presentándome en el acto sus recibos, se les canjeará dándoles las credenciales de resguardos competentes. Por lo demás, sólo una susceptibilidad excesiva puede hacer que V. vea una amenaza en el final de mi comunicación, que sólo envuelve y marca el testimonio ordinario de toda capitulación que no es admitida, y es el rompimiento de las hostilidades, que para tratar de ellas, habían quedado interrumpidas, como quedaron, entre nosotros. Siguiendo, pues, en la misma idea, y bajo el mismo pie, reitero a V. que a las siete de la mañana quedan rotas y nulas nuestras relaciones, si antes no son admitidas por esa guarnición, tales cuales se las tengo concedidas.

A las seis y media contestó Ametller que careciendo Sanz de las facultades que expresaba para otorgar los artículos 2.° y 6.°, pasase a Madrid una comisión de la guarnición y patriotas para negociar con el gobierno, suspendiéndose en tanto las hostilidades; a lo que respondió el general a las siete y media, que ordenaba el conde de Reus que a las nueve quedaban rotas las hostilidades.

Después del cañoneo expresado, estrechó Prim la línea del bloqueo, más eficaz con la llegada de refuerzos; se reanudaron las negociaciones; conservaba el nunca abatido espíritu de los sitiados la creencia de lo que algunos periódicos decían, que peligraba la Constitución y se pretendía casar a la reina con el hijo de D. Carlos; dirigieron una alocución en este sentido el 16 al ejército de Prim, varios soldados y nacionales del castillo, y firmes, cada uno en su puesto, al grito de libertad en una y otra parte, tronaba el canon, y aclamando unos y otros a Isabel II constitucional, se mataban cruentos, siendo feroz el luchar del 21.

En la mañana del 23 llegó el barón de Meer a Figueras con alguna artillería de grueso calibre y considerable número de proyectiles y sobre cuatro batallones, e impidió enseguida toda comunicación con los sitiados.

Se reanudaron las negociaciones; intervinieron en ellas don Pascual Madoz, y Ovejero, que conferenciaron con el ministro de la Guerra, que hizo las modificaciones posibles, y previa capitulación del 11, quedó el 13 —Enero 1844— el castillo de San Fernando de Figueras en poder del barón, con artillería, pertrechos, víveres y más de 3,000 fusiles: firmando la capitulación Meer y Ametller.

Graves acusaciones se dirigieron contra Prim, especialmente por el Sr. Balari, al que había perdonado la vida; pero el Sr. Guilly y Ramírez estableció la verdad de los hechos en la prensa, y el mismo conde de Reus se sinceró en pleno Congreso el 21 de Noviembre de 1850.

El 16 de Diciembre se despidió el general Sanz del ejército y habitantes de Cataluña, para ser reemplazado por el barón de Meer, habiéndolo sido antes el jefe político por el general D. Ricardo Schelly, que se anunció a los barceloneses para consagrarse a su felicidad.

El barón dijo placentero el 19 a los catalanes, al encargarse por segunda vez del mando de aquel ejército y principado, que restablecida la tranquilidad, no fuera ésta efímera, ni la unión de todos; que no se usara ya más la palabra partidos, sino para detestarla y proscribirla, y que entonces florecerían las artes y el comercio y mejorarían las costumbres públicas; y al ejército recomendó la completa abstención de la política y la estricta observancia de la disciplina.

 

XXVII. REUNION DE CORTES—SITUACION DE MODERADOS Y PROGRESISTAS

Para reunir las Cortes el 15 de Octubre—eran las décimas desde la muerte de Fernando,—con el lema de unión, fraternidad, concordia entre todos los españoles, se acabaron los partidos, las pandillas, las discordias, todos somos españoles, convocó el gobierno los comicios; se abrazaban algunos de los que más de corazón se habían aborrecido, y sin embargo, ni aun en el mismo gobierno había unidad de pensamiento y menos de miras, porque en aquella clase de coaliciones se piensa en vencer al enemigo coman para vencer luego al compañero. Evidente era el exclusivismo y la incompatibilidad de los principios políticos de los coaligados, y ya en el carácter que habían de tener las Cortes hubo cuestión, por no faltar quienes desearan fuesen constituyentes.

Se faltó a la Constitución al renovarse en su totalidad el Senado, debiendo serlo en su tercera parte; se faltaba al artículo que fijaba para el 10 de Octubre del 44 la mayoría de la reina, y a pesar de estas infracciones, no se daba a las Cortes el carácter de constituyentes; y todos querían, sin embargo, que la Constitución fuese una verdad, cuando no lo era el deseo.

Iban a hacerse las elecciones hallándose las garantías consti­tucionales conculcadas o destruidas, reinando la anarquía en los ayuntamientos y diputaciones provinciales, según confesión del mismo gobierno; pero este se vio servido por las juntas, por las corporaciones populares y por los electores; y las Cortes, donde figuraba una imponente minoría progresista, no protestó de ninguna infracción; así que no hay derecho para echar en cara al gobierno y a los que resueltamente le apoyaban, la infracción del código fundamental, sino su hipocresía de lenguaje, blasonando de adicto a la Constitución.

Con casi igual número de diputados de una y otra fracción al abrirse las Cortes, a cuya primera sesión sólo asistieron 37 senadores de los 144 nombrados, y 84 diputados de los 250 elegidos, reinaba en todos la más completa desconfianza, como si unos y otros hubieran resuelto observarse para obrar como la conducta de su adversario exigiese. Desde luego empezaron a creer los progresistas que la reunión de aquellas Cortes era la última concesión que los vencedores otorgaban a los vencidos, y ya conocían demasiado que se trataba de sacrificarlos a toda costa, y los moderados, dueños de la posición y de las fuerzas, les observaban, para anonadarlos a la primera señal que hiciesen de resistencia. El rompimiento para el partido progresista no podía menos de ser funesto, y había que evitarle, por lo mismo que le deseaban algunos para efectuar los planes hacía tiempo concertados; y en su consecuencia, se nombraron las comisiones de actas con la mejor armonía, formándolas por igual moderados y progresistas; se examinaron las elecciones con bastante imparcialidad, y se comenzaron a organizar las fuerzas para la elección de presidente, a la cual se daba grande importancia, porque se creía al hacerlo, nombrar la persona que debiera formar más tarde el nuevo ministerio; y en este período, cuyo conocimiento interesa, se elaboró la crisis que se produjo en breve, y que tan desastrosa fue para los progresistas.

En las discusiones, rompió el primero las hostilidades D. Joaquín Campuzano, más bien por su cuenta que por la del partido, o interpeló sobre los sucesos de Barcelona, de Zaragoza y Junta central; defendió López al gobierno con los argumentos ya conocidos, y en el Congreso el conde de las Navas se quejó de haberse arrancado con la fuerza armada unos anuncios puestos en las esquinas, de los que no podían, en verdad, lisonjearse sus autores; pero al decir que las libertades no peligrarían mientras los diputados de la nación estuviesen allí, contestó Narváez que tampoco mientras hubiese militares como los que componían la guarnición de Madrid; y el ministro de la Gobernación, Sr. Caballero, añadió: «que mientras hubiera ministros como los que merecían ocupar los bancos, no peligraría ni la libertad de imprenta ni ninguna libertad»

Pero este y otros incidentes, inclusa la interpelación del señor Bernabeu, firmante arrepentido del manifiesto de Reus y de la coalición, carecía de verdadera importancia ante la cuestión de presidencia.

Divididos entre sí los progresistas y moderados, y discordes en los medios de conseguir el objeto que se proponían, aspiraban los primeros al triunfo de sus principios, personificándolos en D. Manuel Cortina, para que de la presidencia del Congreso pasase más tarde a la del gobierno; si bien más cautos algunos de la misma comunión política, y convencidos de que no se podía o no convenía arriesgar tan decidida y peligrosa batalla, dirigían sus esfuerzos a que continuase el ministerio López, creyendo era esta la única manera de que no sucumbiesen por entero los principios, que no podía dudarse defenderían los que lo componían, ni las personas por quienes habían necesariamente de tomar el debido interés. Los moderados, en general, creían llegado el momento de su completo triunfo; pero más cautos también algunos, querían remover los obstáculos que aún lo estorbaban, o hacían dudoso, y resignábanse a una época de transición, durante la cual pudiera hacerse lo que para llegar con seguridad al término apetecido pudiera faltar

 

SEGUNDA PARTE. LA JOVEN ESPAÑA .